martes, 27 de mayo de 2014

Descomponer una infancia.




Se es la consecuencia de lo que se ha sido. La importancia de la infancia a veces se soslaya. No puede recaer toda la responsabilidad en quien erró creyendo actuar correctamente, pero tampoco minimizar las consecuencia de algunos comportamientos que descompusieron una vida. O la alteraron, "sólo" la alteraron, como si alterar una vida no fuera delito suficiente. Un delito cometido por alguien que no quiso cometerlo y ni siquiera sabía que aquello que hacía podría considerarse un delito que no está penado por la justicia y sin embargo quedará impreso in aeternum en el mapa emocional que tan complicado es delimitar.  


«He tenido dos papás y dos mamás. Nací en una casa y casi de inmediato me llevaron a otra y unos meses más tarde a otra en la que estuve diez años, hasta que finalmente entré por la puerta de la que sería mi casa de verdad de la mano de mi verdadera madre, la que me abandonó siendo muy niña (ella dice que no fue un abandono, que sólo me aparcó temporalmente mientras ayudaba a mi padre a ganar dinero). 
    «Él me pregunta si yo considero un abandono lo que hizo mi madre, en lugar de lo que seguramente sería para ella: una necesidad. Yo le digo que en mi fuero interno siento que me abandonó, pues abandonada es como me sentí. Abandonada y recogida. Curiosamente, fui feliz mientras me consideré recogida, a pesar de que quienes me recogieron, también me abandonaron después. De acuerdo que no fui abandonada (en ninguno de los dos casos) como se abandona un trasto viejo al tirarlo a la basura, pero para mí abandono significa dejarme a un lado, no hacerme caso, no tenerme en cuenta ni considerarme tan importante como para hacerse cargo de mí y acompañarme. Él me pregunta por esa clase de sentimientos que quizá dan demasiadas vueltas en mi cabeza. Yo le digo que esa clase de sentimientos pueden definirse como resentimientos. Él quiere saber si es resentimiento u odio directamente. Le digo que creo que resentimiento, “sólo” resentimiento, si es que estamos hablando de esa sensación que experimenta quien se cree maltratado de alguna manera y dejado de la mano de Dios. Claro que también puede ser odio, o al menos puede confundirse con una cierta repulsión que se le instala a uno en el alma. Él me dice que yo no soy capaz de odiar, porque el odio conlleva, además, el deseo de causar mal o hacer daño. Y yo le digo que no estoy del todo segura de no desear algunas veces hacer daño, o al menos que quien me está ofendiendo o molestando lo sienta también, aunque no sea yo la causante o la artífice directa de la ofensa y ese daño tenga otra razón que yo no he propiciado y en la que no he participado. Le digo que ya sé que desear que alguien sufra no es bueno, y que cuando se tienen deseos negativos casi es tan malo como cuando se hace el mal directamente. Él dice que los deseos son fantasías, y que las fantasías no son malas. Él dice que las fantasías son fórmulas de escape que se ponen en marcha en el cerebro sin otra función que la de desfogar ciertas situaciones.
     «Desear que alguien sufra no es para mí un fin que me haga precisamente feliz. Desear que alguien sufra es para mí un modo de asegurarme de que ese alguien aprenda la lección en carne propia. Le digo que no me gustan las venganzas, ni albergo deseos dañinos. Él dice que lo sabe, pero no lo sabe. Él siempre quiere mantenerme a salvo de los malos pensamientos. Bueno, mantenerme a salvo no, porque eso es imposible, pero sí justificar que los tenga cuando los tengo.»




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