martes, 12 de marzo de 2013

¿De verdad el perdón engrandece?


Me pregunto, leyendo este pasaje que tanto me ha costado armar para que goce de cierto sentido, si el perdón engrandece, o en verdad tiende a humillar más a quien ya se siente humillado y por tanto disminuído.


 "Y otra vez hice circunloquios y justifiqué me deseo, tratando de exculparme, a pesar de que él ya lo había hecho y además mucho mejor que yo. Me sentí mal, a pesar de todo. No sé cómo puede alguien exculparse de un mero deseo, aunque sea un deseo semejante, o quizá, precisamente, por tratarse de un deseo semejante. El deseo de las personas es íntimo, las más de las veces secreto, tanto, que solemos negarlo, o al menos no confesarlo en voz alta. No quiero ser un monstruo que se consume entre pensamientos dañinos, por más que no vayan a llevarse a la práctica. Yo sé algo de monstruos. Yo no quiero ser un monstruo. No quiero que nadie diga que soy un monstruo. Él me pregunta quién es un monstruo. Yo le digo que no conozco a ningún monstruo, que sólo es una manera de hablar. No quiero calificar a nadie sólo porque pensó o creyó que una persona tenía un comportamiento equivocado y por eso la atormentó. Él quiere saber qué es un comportamiento equivocado, según mi parecer. Yo le digo que mi parecer no es significativo, que soy muy compasiva y no calibro bien (no lo hacía antes, el “antes” del que datan estos recuerdos que traigo al presente obligada por mis desajustes) la verdadera naturaleza de las personas, casi siempre mejores a la luz de mis ojos miopes que a la luz del sol. Algunos dirían que no sólo soy compasiva y comprensiva, sino complaciente y hasta permisiva, si explicara a quién trato de comprender y exculpar y además compadezco. Me gusta ponerme en el lugar de las personas que hacen cosas que seguramente haría yo también según se dieran una serie de circunstancias que no puedo ni quiero enjuiciar si no me he visto en la situación en que se vieron ellas. Me gusta ese proverbio o frase o sentencia o lo que sea: “No juzgues a nadie si antes no has caminado un buen trecho del camino calzando sus mocasines”, o algo así. Las personas disponemos de un albedrío que no sabemos utilizar siempre. No es fácil salir por primera vez a la calle sin compañía (la madre, el padre, algún familar…) y comportarse como es debido. Él quiere saber qué es comportarse como es debido. Pues qué va a ser comportarse como es debido, comportarse como es debido es comportarse como tiene que comportarse uno, que es como mandan las normas sociales y culturales que debe hacerse. Supongo que para no desentonar de la manada.
  Me estoy escuchando hablar y no me reconozco en casi nada de lo que digo. Él dice que cuando se dicen cosas es porque se piensan. Sí, admito, pero se piensan porque se ha reparado en ellas (se ha meditado sobre ellas, mucho o poco, eso no importa tanto), aunque no se esté completamente de acuerdo con ellas. Él me pregunta si estoy queriendo llegar a ese momento que viene a resumir lo que se acaba por ser de tanto pensar de un modo determinado. Le explico que si no me reconozco es porque son conclusiones a las que no he llegado por mí misma. Él quiere saber quién me ha inculcado tantas cosas con las que no estoy de acuerdo, de las que reniego y en ocasiones hasta me avergüenzan, y sin embargo tengo tan presentes. Qué bobadas pregunta a veces este hombre, Dios mío, pues quién va a ser: mi madre, mi abuela, mis tías… Demasiada gente, opina. Los niños deben tener una guía de la que no han de desviarse. Yo le digo que mis guías han sido varias. Por las circunstancias, claro. ¿Qué circunstancias?, pregunta. Pues cuáles van a ser, las que hicieron que no me criara con mis padres. Quizá no recuerda ya que al principio de todo le dije que me criaron unos tíos, o acaso pretende que vuelva a contárselo, para saber si miento o he mentido o me equivoco o fantaseo o simplemente exagero. Le digo que tengo muchos puntos de vista, muchas referencias, muchas normas de esas que son inamovibles, propias de cada familia, sólo que mi familia no es una, sino dos. Él dice que no hacen falta tantas referencias, tantos puntos de vista, tantas normas. Dice que demasiadas órdenes embarullan y confunden las más de las veces. Yo añado que, además, se tienen más miedos. Él me pregunta a qué. Pues a qué va a ser, a fallar, a defraudar. Cuantas más referencias y más obligaciones, más responsabilidades y mayores deseos de agradar a como dé lugar.
  No sé por qué se empeña en dejarme limpia de culpas, Le digo que yo no actúo siempre bien, que me equivoco, que defraudo a la gente. Me pregunta si a mí no me defraudan y dañan. Le digo que sí. Me dice que no está bien que asuma tan dócilmente el daño que me hacen. Me dice que nadie tiene derecho a hacerme daño. Yo le digo que entiendo las equivocaciones que comete la gente, mi gente, y que no son intencionadas, o no siempre, al menos, por eso las entiendo y por eso tiendo a perdonarlas".