viernes, 30 de marzo de 2018

Muñecos en andas



Se trata de muñecos en andas que representan una patraña que se ha perpetuado en el tiempo, una engañifa para lelos, alegan algunos; otros, en cambio, defienden la representación vívida de unos hechos que al cabo de tantos cientos años (no importa cuántos) de haber sucedido gozan de una escenografía insuperable que sigue despertando un interés perverso. La perversidad aplicada en esta circunstancia a las consecuencias negativas que se derivan de ciertos hechos, como si la fe en algo significara aceptar el lote completo de los usos y costumbres que siguen todos los adeptos a esa creencia. Así, sin matices.
Cada vez hay menos matices en casi todo y cada vez hay más verdades absolutas que se toman completas y así no hay quien las digiera, claro. ¿Es por la (in)comprensión, que lleva a las personas a reafirmarse en creencias que no necesitan compartir, ni quieren hacerlo, ni hablar de ellas, ni someterlas a juicios ajenos que las pongan a prueba?
Muñecos o desfile de yesos, dicen quienes se sienten invadidos por las hordas de creyentes que hacen uso de espacios públicos que deberían emplearse en causas mejores.
Representación vívida e incuestionable de algo que es tan (in)cierto como la fe de las personas que no conciben una existencia desgajados de los antepasados que los acostumbraron a una verdad heredada, dicen quienes desprecian la falta de valores que no se pueden adquirir por métodos diferentes a los suyos, por eso hacen uso de los espacios comunes que no tienen reparos en tomar por suyos sin el menor pudor.  
¿Se puede aborrecer la fe (la que no se tuvo nunca y sólo se fingió, para sobrevivir en el aquel mundo que señalaba a los renegados y apestados y después los expulsaba), y regresar a ella al cabo del tiempo, pero regresar con la seguridad de que no se puede vivir de otro modo y además ya sería inconcebible? 
Este muñeco que ilustra estos apuntes que me hierven en el pecho, es la imagen de un Jesús de Medinaceli, que en la cofradía que lo saca en procesión apodan Nuestro Padre Jesús Nazareno, y se trata curiosamente de una talla bastante moderna, nada que ver otras tallas de la magnífica Semana Santa de la Villa de Bilbao que podrían ser catalogadas como verdaderas joyas de la imaginería religiosa, pero quizá precisamente por eso es una rareza que no se ajusta a los sentimientos que se exacerban a su paso. Eso es la fe, ¿no?, un salto al vacío que cubre el trayecto que va desde la realidad sobre la figura del Jesús hombre —de cuya actividad, vida y milagros se puede hablar hasta agotarse—, al presente que contiene el poso que dejó al cabo del tiempo y aún perdura. Indiana Jones dando un paso adelante, cuando ante sus ojos sólo había un abismo del que sin embargo emergía una pasarela, pero se hacía visible y patente sólo después del salto: «Salta al vacío (cree absolutamente) y yo te recogeré». 
¿Saltar al vacío? ¿Cabe preguntarse si hoy hay espacio para la fe, con todo lo que sabemos, tanto de lo que es posible como de aquello que parece imposible? Para la fe verdadera, la que no admite dudas y sólo atiende al pellizco que produce, sin pararse a explicar razones que no existen, y si existieran anularían la fe, que entonces ya sería certeza, y ¿quién se resiste a una buena certeza?           




Seria y austera, la Semana Santa de Bilbao fue instaurada en 1554, cuando la llegada de una astilla de la Cruz de Jesús ocasionaría la formación de la primera cofradía, la de la Vera Cruz. Hoy la Pasión bilbaína comprende un total de trece procesiones en las que participan cada año más de 3.000 cofrades.
Su patrimonio comprende auténticos tesoros de la imaginería religiosa de artistas como Juan de Mesa, Raimundo Zapuz, Quintín de la Torre o Higinio Basterra.