jueves, 16 de diciembre de 2010

No sé cantar

Escribo novelas porque no sé escribir canciones, ni cantarlas. Si supiera escribir canciones, y además cantarlas, me echaría a la calle. Aunque hiciera mucho frío, aunque lloviera o nevara; aunque el sol calentara tanto que derritiera el asfalto de la ciudad y abrasara los pajaritos que se esconden entre las ramas más recónditas de los árboles más frondosos. Si supiera cantar no se me hubiera quedado incrustado en el alma el dolor por la muerte de mi padre. Porque si supiera cantar hubiera expulsado la pena como la expulsó Estrella Morente delante del féretro que contenía el cuerpo sin vida de su padre Enrique Morente, un hombre del que escuchaba hablar como quien escucha caer el agua cuando llueve: por costumbre, como si no fuera especial ni mereciera prestársele atención porque la clase de arte que practicaba no iba conmigo ni con mis preferencias.
Soy una ignorante, lo reconozco, y no sólo porque no sepa cantar. Soy una ignorante porque no sé todo lo que hay que saber del comportamiento humano, y mira que me empeño, aunque creo que ya sé algo que se me ha ido pegando a base de observar y mirar y remirar; y porque al cabo de los años pasan muchas cosas en los cuerpos de las personas, además de salirles arrugas y teñírseles de blanco los cabellos. Soy una ignorante porque no me había parado nunca a escuchar el flamenco con el corazón. Había escuchado el flamenco con las orejas (ni siquiera con los oídos) y con los prejuicios y las prevenciones de quien no sabe y por tanto teme o se espanta de lo que desconoce.
Si ahora me preguntaran si me gusta el flamenco diría que sí. Pero diría que sí porque ya sé lo que es el flamenco. El flamenco es Estrella Morente cantando delante del ataúd de su padre Enrique Morente, pero cantando así, como ella cantó: con la sangre saliéndosele por la garganta y espesando las palabras y pellizcando los corazones como pellizcan los dolores que son muy grandes.
Ojalá hubiera podido entender y explicar antes lo que es el flamenco, para poder cantar con la sangre del corazón saliéndoseme por la garganta, aunque no supiera cantar; mi padre me lo hubiera perdonado si al menos lo hubiera intentado. Porque no he sentido nunca el dolor ajeno como he sentido el de Estrella Morente. Casi lo sentí como se siente el propio. Claro que, después de todo, quizá no tiene mucho mérito; al fin y al cabo Estrella Morente ya cantó en euskera una canción de cuna que parecía un quejío (¿se dice así?).

jueves, 19 de agosto de 2010

Soberbia

La soberbia envilece porque envanece y encampana. La soberbia lastra el espíritu porque quien se engríe y vanagloria deja de percibir cuanto de bueno hay a su alrededor.
La soberbia no deja ver los propios errores y se empecina en agrandar los ajenos, cuando no directamente en iventarlos para sacudirse la responsabilidad de las ruindades que ni por asomo reconocerá.
La soberbia crece y engorda porque se retroalimenta y se vuelve malsana.
La soberbia es el orgullo mal entendido.
La soberbia agranda la distancia entre las personas cuando se hace del rechazo una costumbre.

jueves, 12 de agosto de 2010

Distancia

Distancia es la cantidad de espacio o trecho que hay entre dos cosas, o el intervalo de tiempo que media entre algún acontecimiento, o la lejanía o cercanía que pueda establecerse entre dos personas.
Distancia es la cantidad de dolor que va mitigándose después de que una hecatombe ponga patas arriba el corazón de una persona.
Distancia es el espacio que ponemos entre el lugar donde ocurrió una tragedia y el lugar al que vamos para curar las heridas que nos dejó.
Distancia es el recuerdo (nítido o borroso) que queda después de que un sentimiento muy hondo haya pasado por nuestro cuerpo sin que quisiera quedarse; o no lo dejaran quedarse; o si se quedó es a costa del abandono de la persona que lo poseía y se negaba a darlo, ignorante de que es bueno dar porque el amor es la única cosa que se regenera y aumenta sólo con desearlo.
Distancia es esa insistencia machacona en rememorar cuanto quedó por hacer, empeñándose en representársenos tal y como hubiéramos deseado que fuera.
Distancia es la cantidad de tiempo que se roba al sueño y se desperdicia en esa vigilia forzosa que no se desea en realidad y al tiempo se agradece porque así puede pensarse más en lo que se escapó sin saber cómo.
Distancia es el deseo de que algunos días no hubieran amanecido y el deseo contrario de que otros se hubieran eternizado.
Distancia es la cantidad de lágrimas que se derrama un día y otro día y al otro y al siguiente... y la cantidad cada vez menor que va derramándose mientras entran en la cabeza de quien llora razones que mitigan el duelo.
Distancia es el trecho que hay entre una persona y otra.
Distancia es lo que hay entre tú y yo.
La distancia es relativa: tú la percibes grande y yo pequeña. Tú la ves insalvable y yo asequible. Tu distancia es el olvido, mi distancia es el recuerdo y la ensoñación.

domingo, 18 de julio de 2010

Sueños

"Son los sueños los que aseguran el mundo en su órbita" -escribe Saramago en Memorial del Convento-. Y continúa: "Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas , por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres, si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo".


Me consuela este párrafo de mis desvaríos, que se cuentan por cientos, a propósito de los sueños que me hacen ir de un lado a otro de mis objetivos. Y consigue que me haya perdonado por ser como soy y sentir como siento; por soñar como sueño, sabiendo que al no tener cabida en la vida real no puedo si no soñar y soñar, y de nuevo volver a soñar; y aceptar casi de inmediato en mi corazón a quien me dice que también sueña. Desconfío de los hombres en general, no así de quienes me dicen soñar, a quienes considero hechos de otra materia, tan afín a la mía


No es cierto que los escritores seamos "sólo tinta y papel", como me escribió Javier Marías en la dedicatoria de un libro que me envió muy amablemente. Los escritores los somos (escritores) porque soñamos, aunque reneguemos del daño que nos hacen ciertas quimeras. Pero cómo renegar de las fantasías, si nos ayudan a respirar. Yo no podría vivir sin el acicate onírico que me hace creer en las personas y fiarme de ellas cuando me parecen de verdad dignas de ser tenidas en cuenta y queridas a pesar de sus defectos y carencias y salidas de tono y faltas de consideración. Porque, qué hace que amemos a unas personas y no a otras, si no es un hilo invisible que nos une a ellas de un modo irracional. ¿Será, además, que esas personas tienen los sueños armados con los mismos materiales que enlosan nuestro propio camino?


Así, yo seguiré soñando, sintiendo que mis sueños asegurarán un poco más al mundo en su órbita, y que esos mismos sueños construyen una corona de lunas que hacen que el cielo resplandezca, aunque sea la cabeza de los hombres el propio y único cielo; cree Saramago que acaso lo sea: yo creo que hay un cielo más allá de nuestras cabezas.


Seguiré soñando, sí, y buscando a quien quiera soñar conmigo, y creyéndome los sueños que me cuenten quienes crean encontrar en mí un corazón en el que anidar, también cuando me defrauden y esa desilusión me produzca un efímero disgusto que no durará más que el tiempo necesario para rearmarme y así volver a soñar cuanto antes.


Hasta soñaré con que habrá un día no muy lejano en el que veré habitando conmigo de un modo efímero y circunstancial en el lugar que tan amablemente me acoge a quien en algún momento me aseguró que también soñaba, y que soñaba conmigo, y que el material de sus sueños era idéntico al material del que están hechos los míos.


Esperaré. Y creeré que es posible vivir soñando. Y ya no derramaré más lágrimas, para que no me impidan ver las estrellas del cielo ni la corona de lunas que lo guardan.

miércoles, 2 de junio de 2010

Otro Camino de Swann

Salí para hacer el Camino de Santiago y acabé convergiendo con el Camino de Swann, y así como Marcel Proust se valió de una humilde magdalena para orquestar una de las obras más célebres de la literatura universal, yo vertebré mi aprendizaje en torno a unas rozaduras que fueron saliéndome paulatinamente y acabaron convirtiéndose en dolorosas llagas que mermaron mis fuerzas, obligándome a un aprendizaje con el no contaba al salir de casa.
El ser humano tiende a creer que se sabe a sí mismo y se conoce de memoria al cabo del tiempo: más edad equivale a más seguridad; y también a más empecinamiento y obstinación, cuando no directamente a una soberbia incurable. Llegamos a un punto en el que parece que nada puede hacer variar la concepción que poseemos de nosotros mismos y del mundo que tenemos más a mano y que nos es, por tanto, más cercano; que las sorpresas que tengan que venir lo harán necesariamente del exterior.
¿Se conoce en verdad tanto el ser humano como para no necesitar conocerse más al cabo de haber realizado una singladura razonablemente larga? Yo digo que no, y para ello basta que se den unas circunstancias que nos saquen de la seguridad en que habitamos, de las protecciones que nos cobijan cuando se hace de noche y no hay referencias a las que asirnos.
Es largo y difícil el viaje al interior de uno mismo. Deber admitir que no sirve nada de cuanto hemos acuñado porque todo el decorado en el que nos movíamos ha cambiado en el espacio que va de una estación de autobús a otra (y no tiene que estar demasiado alejada: basta con atravesar la cornisa Cantábrica de este a oeste) es un ejercicio de humildad que echa por tierra muchas seguridades que admitíamos como naturales e irrefutables.
Así, cuando me ví en Lugo después de haber pasado una noche entera en un autobús que me llevó desde Bilbao, y sentí que estaba al albur de unas circunstancias que yo no controlaba, empecé a dudar de la conveniencia de haber emprendido esa aventura. ¿Qué aventura?: hacer un tramo del Camino de Santiago suponiendo que andar y andar sería coser y cantar. ¿Cómo iba yo a sufrir, después de no sé cuántos años corriendo prácticamente a diario, de ir al gimnasio, de vivir activamente...? Era impensable que no fuera yo a dar un ejemplo de capacidad sin límite.
De hecho el primer día me comporté como se esperaba de mí; como yo esperaba de mí misma: caminando con los más rápidos, devorando metros y más metros a una velocidad excesiva para los fines del Camino, pero sin saber entonces que esa velocidad excesiva no conduce a ningún lugar: sólo a la meta, que no tiene sentido si no se ha pensado suficientemente en ella. Nadie nos dijo que había que mirar a ambos lados, y al cielo, y al suelo... pero sobre todo a nuestro corazón, y al corazón no hay que perseguirlo ni alcanzarlo; ya lo llevamos dentro, ¿por qué, entonces, perseguirlo? Dejémosle reposar, hablar, callar... Dejémosle que haga, en fin, lo que más le plazca.
¿Hablé de Lugo, verdad? Sí, Lugo, la ciudad en la que me recogería un autobús que llegaba de Madrid, cargado con 30 de las 60 personas que formaríamos uno de los dos grupos que haríamos el Camino por lugares diferentes: los del Camino Primitivo; el otro grupo haría el Camino Francés, mucho más transitado, más corto, más sencillo. Lugo, la ciudad que había visitado en otras circunstancias, más abierta entonces a mis ojos porque el motivo de mi estancia fue más lógico, más razonable para mis intereses. Entonces no era una persona anónima caminando por sus calles como cualquiera de las otras personas que conmigo se cruzaban; entonces yo tenía un objetivo bien distinto, más elevado, más ambicioso.
Entré en la Catedral y me sentí perdida entre las personas que rezaban fervorosamente delante de un Cristo crucificado, o de una virgen que después supe que era la Virgen de los Ojos Grandes o de una reliquia tan importante para ellos que llegó a desplazar en el Altar Mayor a cualquier deidad reconocible: creo recordar que esa cruz recibe el nombre de Santísimo Sacramento.
Nada que ver, sin embargo, con lo perdida que me hallé cuando subí al autobús y me sentí el centro de un montón de miradas que no parecían mirar a las otras tres personas que subieron conmigo y a las que había conocido minutos antes mientras esperaba en la estación. Tal era mi estado de inseguridad: creer que sólo yo atraía aquellas miradas que me imagino que mirarían por igual a unos y a otros...
Podría seguir contando, recordando, y quizá lo haga o quizá no, a saber. Seguramente lo haré, pero quién sabe lo que me pasará mañana por la mente, tan llena estos días de sensaciones y sentimientos cuando ya creía que los conocía todos, o casi todos. Qué poco sabemos de tantas cosas que deberían ser más importantes que nuestras posesiones y nuestras metas. ¿Qué posesiones, si la mayoría sobran, y esa es una de las enseñanzas más enriquecedoras que he traído conmigo; qué metas, si las alcanzamos (cuando lo hacemos, si lo hacemos) sin saber de qué color eran los paisajes que hemos recorrido en el empeño?
En fin, que en otro momento seguiré, supongo, si soy capaz de poner palabras a los sentimientos que me desbordan y me impiden pensar en otra cosa que no sean los amigos que acabaron siendo aquellas personas a quienes al principio de todo vi como enemigos o rivales u oponentes o simplemente desconocidos con los que inevitablemente tenía que vérmelas para conseguir mi objetivo...
¡Ah! Que no había dicho aún que tenía un objetivo... Pues sí, lo tenía. Si puedo seguir escribiendo quizá acabe revelándolo.

martes, 6 de abril de 2010

Tu Cielo

El paraíso y el infierno están dentro de nosotros. Cada cual tiene destinado un cielo que se convierte en el Cielo, pero es inútil salir en su búsqueda, pues sólo se encuentra cuando es de ley que ocurra. Se trata, en verdad, de un camino que empezamos a andar casi sin darnos cuenta, y mientras andamos y andamos, vamos deshechando opciones y lugares y personas, y así elegimos y aceptamos y rechazamos, hasta que llegamos a un punto en el que nos apetece quedarnos para disfrutarlo. Habrá quien tenga la tentación de hacer saber que lo ha encontrado sólo para compartirlo, pero habrá quien lo propague a los cuatro vientos con la intención malsana de hacer saber que lo tiene. En el primer caso, la paz que sentirá será inmensa y no tendrá ninguna duda de la autenticidad del hallazgo; en el segundo, una desazón que correrá por su corazón le planteará cada día una duda que habrá de despejar con tanta asiduidad que no le dejará apenas tiempo para disfrutar.

lunes, 22 de febrero de 2010

Todos Tirios o todos Troyanos

Se juega la final de la Copa del Rey de baloncesto en el BEC de Barakaldo entre el Real Madrid y el Barcelona, a la que asisten los Reyes Juan Carlos y Sofía, quienes al entrar en el pabellón son abucheados y silbados desde que hacen su aparición hasta que finaliza el himno de España que escuchan los jugadores de ambos equipos en la pista. ¿Qué comentan los periódicos y las televisiones y las radios al respecto?: "Los Reyes son abucheados en Bilbao", sin hacer referencia a las aficiones de los equipos, que como es normal eran mayoritarias; ¿quiénes abucharearían a los Reyes, entonces?, yo supongo que los aficionados del Real Madrid y el Barcelona, ¿no?, como ocurrió cuando en Valencia jugaron la final de la Copa del Rey de fútbol y los aficionados del Barcelona y del Athletic hicieron otro tanto: silbar y abuchear desde que aparecieron los Reyes hasta que finalizó el himno de España; pero entonces no dijeron"Los Reyes abucheados y silbados en Valencia", sino "Los Reyes abucheados y silbados por los aficionados del Barça y Athletic".

miércoles, 17 de febrero de 2010

La era de internet y las comunicaciones supersónicas me recuerda a la vida en las ciudades que en el mundo más rural de hace años era tan añorado, por saberlo y sentirlo tan lejano; ambas iban a acercarnos a nuestros semejantes, amigarnos, relacionarnos con una amplitud de posibilidades inimaginables. ¿Iban? Iban, sí, porque de hecho no sucede así.
En internet vemos (como las personas que se asoman al balcón de su casa en la ciudad) pasar a mucha gente, entrando y saliendo de páginas, de proyectos, de sugerencias que se dan y se reciben me temo que sin mucha convicción, para quedarnos muchos con las ganas de que alguien nos haga caso. Pero ¡ay! algunos no estamos en según qué ondas ni mundos que nos dejan atrás. Igualito igualito que las personas que van caminando a toda prisa por las calles de la ciudad, sin mirar hacia arriba siquiera, por tanto no viendo a quienes se asoman al balcón y por ello dejándolos (dejándonos) atrás.
Buen viaje, amigos. Que os vaya bonito.

sábado, 6 de febrero de 2010