miércoles, 17 de septiembre de 2014

Un lugar en el mundo




Acaso sea cierto, que se adquiere cierta responsabilidad sobre las personas cuando se conocen algunas de sus interioridades. 


«Le digo que he tenido muchas vidas y muchas casas, pero que no he tenido una casa que sea mi casa, la casa que tiene casi todo el mundo, ese lugar idílico al que regresar. Tampoco tengo una familia que sea mi familia, la familia en la que refugiarse. No me refiero, claro está, a la familia que yo me haya creado o construido, sino a ese grupo de personas que se tienen alrededor desde el nacimiento y te van acompañando en las diversas etapas de tu vida, ayudándote a vivir y a sufrir hasta que te haces tan mayor que ya no pueden acompañarte más físicamente, aunque sí puedan seguir haciéndolo emocionalmente. Estoy perdida porque siempre anduve a ciegas, tanteando el terreno, nunca sabiendo adónde iba, no memorizando el itinerario. Él no entiende que siga perdida aún, a mi edad. Tiene razón, ya soy mayor, muy mayor para estar tan perdida. Al cabo de un tiempo casi todas las personas acaban por encontrar su lugar en el mundo, yo lo sé y lo envidio sinceramente. Él me pregunta por el lugar que para mí sería idílico. Yo le respondo que no existen lugares idílicos, sólo estados de ánimo elevados y en consonancia con una felicidad que debe escribirse con “s” de satisfacción. Solemos confundir la felicidad con la satisfacción, con el deseo, con las ganas, con la ilusión. Él pregunta dónde está la diferencia, a mi juicio. Le digo que tiene que ver con la edad que se tenga, con las ganas de hacer cosas, con las desilusiones que hayan minado las esperanzas. Le digo que la gente se carga de energía y cree poder comerse el mundo, pero se cansa al cabo del tiempo si no obtiene resultados. Le digo también que vivir está algunas veces sobrevalorado. Él dice que vivir es vivir. Pues vaya una conclusión. Qué poco me ayuda este hombre que no hace más que formularme preguntas que son estúpidas o simples o retóricas, por más que me guste y me alivie su atención. Callo, pienso, valoro lo que he dicho y lo que en realidad quiero decir. Le digo que algunas veces queremos parar (quiero yo, y supongo que también lo quieren otras personas que quizá no se atreven a decirlo en  voz alta) y apartarnos de la vida, quitarnos del medio, pero no podemos, no siempre. Se queda callado, mirándome. No me gusta que siempre, después de cada frase que digo, deba dar una explicación. Primero va el titular y a continuación el desarrollo. Yo era buena haciendo titulares. Era buena haciendo muchas cosas, pero no lo sabía y no lo supe defender, me hacían dudar constantemente esas personas que parecen estar al acecho de pardillos sin autoestima prestos a dejarse doblegar y vencer por opiniones desfavorables, derrotadas antes de empezar la batalla; mediocres que saben que son mediocres (aunque no sé qué es peor: saberlo y no aceptarlo o vivir con la ignorancia de lo que se es), temerosos, por tanto, del verdadero talento que vislumbran en quien está delante y los puede rebasar. Me pregunta por qué no lo supe defender. Y yo qué sé, le respondo. No sé nada de casi nada, y antes, cuando era más joven, sabía menos aún, era muy influenciable, crédula, aceptaba que si alguien me decía que algo no estaba bien era porque no estaba bien; a mí no se me hubiera ocurrido decirle a alguien que estaba haciendo algo mal, a no ser que de verdad lo creyera, y aún así procuraba dulcificar la crítica, nunca hacer sangre. Él dice que sé muchas cosas. También dice que si me mostrara con el resto de la gente como me muestro con él, otro gallo me cantaría. Claro, pienso, él me ve desnuda, libre, desenvuelta y dispuesta a contar cosas que casi nadie sabe porque a nadie le importa saber las cosas que me pasan. En general, a la gente la gusta poco saber las cosas que les ocurren a los demás, en parte porque les quita tiempo para hablar ellos mismos de las suyas, en parte porque al conocer las interioridades del prójimo se adquiere cierta responsabilidad que no siempre hay disposición de asumir».