martes, 22 de noviembre de 2016

Quemados por el sol. 6






Como si le interesara el estado de salud de la hermana Sofía. Como si le interesara algo que estuviera fuera de sí mismo, tan embebido estaba en ese mundo suyo de mierda en el que parecía sentirse el rey. Vivir en un mundo de mierda es lo que tiene: convierte a casi todos sus habitantes en potenciales reyes de la inmundicia; si vives en un lugar excelente, es indispensable la excelencia para estar a la altura; si vives en las cloacas, basta con ser la rata más barriobajera. 
Tenía demasiada prisa por regresar al convento y pocas ganas de seguir hablando con aquel hombre cuya actitud, y casi podía asegurar que también su mera existencia, había tenido mucho que ver con el estado de decaimiento de la monja que había sido mi valedora, la misma persona firme y decidida de antaño que ahora yacía postrada en una cama mientras esperaba que la muerte la rescatara de las tinieblas entre las que se había ido a esconder. Y ni siquiera podía estar completamente segura de que el médico fuera consciente de la parte de culpa que acaso le correspondería por el deterioro de una mujer que parecía derrotada por la vida y arrumbada por un gran peso imposible de sostener por más tiempo.
Los hombres, algunos hombres, no sienten sobre sí el peso de la responsabilidad que adquieren con sus acciones u omisiones deliberadas. El comportamiento de las personas tiene consecuencias innegables; la conducta que observamos desencadena situaciones que influyen en la vida de los demás. No basta con decir que no se hicieron ciertas promesas, o que no se acordó algo concreto, o que cada cual es libre de actuar conforme a su criterio: la impronta de las acciones, de las opiniones, del modo de hablar o de comportarse, determina lo que los otros (a quienes se lo decimos) acaban sintiendo.    
—Ha empeorado.
Aguardé a que se marcharan todas las hermanas que andaban por allí pretendiendo ser útiles de la manera que cada una de ellas tuviera más a su alcance. Como si pudieran hacer algo por ella. Como si realmente pudiera alguien hacer algo por ella. Todas eran más bien estorbos, como casi siempre en esos casos donde la presencia de ciertas personas es irrelevante a pesar de las intenciones que alberguen, que son buenas por lo general, pero igualmente prescindibles y a veces hasta indeseables.
—Le he visto, Hermana. Le he visto —repetí: supuse que no me había escuchado—. He hablado con él.
—¿A quién has visto? ¿Con quién has hablado? 
—A él —insistí. Me parecía que la voz que me había preguntado no le pertenecía ya, o estaba demasiado lejos—. Le he visto a él.
Giró ligeramente la cabeza antes de preguntarme si me había dicho algo. Qué tendría que haberme dicho, a su juicio, lo ignoro, sólo podía imaginarlo. Sí entendí que de mi respuesta dependía que ella recobrara una pizca de alegría.
—¿De qué, Hermana, de qué tendría que haberme dicho algo?
—De nada en particular. Siempre fue así, él nunca decía nada. Él se dejaba mirar por las chicas que se enamoraban de él como si no hubiera más chicos en nuestro pueblo ni en los pueblos de alrededor. Era el único. Más bien se sentía el único. El protagonista de la película que miraba y miraba y no decía nunca nada de fuste a nadie, no se fuera a comprometer o a definir.
—¿A usted tampoco?
—¿A mí? A mí mucho menos que a cualquiera de las otras, ¿qué te figuras? Yo era pobre, muy pobre —me dijo con una pena que traspasaba con holgura suficiente la enorme distancia que separaba aquel tiempo del que me hablaba del presente— y huérfana de madre y prácticamente de padre. ¿Qué más quieres? Tenía todo lo que espantaba y nada de lo que cercaba a quienes no se querían contaminar. 
No entendí aquello de «prácticamente». Uno es huérfano o no lo es.
—Prácticamente, ¿ha dicho?
—Prácticamente, sí. Era como si lo fuera, en realidad. No me reconoció nunca, así que era como si también hubiera muerto.
—¿Como si también hubiera muerto? ¿A quién se refiere?
—A mi padre. Mi padre. Yo también tenía un padre. No se puede nacer sin un padre, ¿verdad? Todos los seres humanos tienen un padre y una madre, y también unos abuelos. Todos somos iguales en eso, ¿no es cierto?  
¿A quién le estaría hablando? Si le estaba hablando a alguien.¿Eran delirios? ¿Veía a quienes deberían venir a buscarla para acompañarla al otro lado?
—Todos tenemos padre y madre, sí —confirmé de modo innecesario, me parece.
—Tenerlos es a veces como no tenerlos. A mi madre casi no la conocí, la pobre, tan pronto se me fue.
—Murió, quiere decir.
—Murió, sí. Casi no la conocí y de su cara me acuerdo vagamente. Él, en cambio, mi padre —especificó— es como si también se hubiera muerto. Pero él no se murió, sólo desapareció, se borró de mi vida.
Debería haber dicho que nunca estuvo, si estaba entendiéndola bien, pero quizá decir que se había borrado equivalía a decir que sí había estado en algún momento. 
—Ahí estaba yo —siguió—, tan alejada de él, que era el hijo del médico. Ser el hijo del médico del pueblo en aquellos tiempos es como decir que formaban parte de la aristocracia.
¿Se refería al médico que la había tratado?