miércoles, 1 de agosto de 2018

Es fácil entender por qué los hombres violan








Es fácil entender por qué violan los hombres y maltratan a las mujeres; basta leer el sin número de comentarios que justifican semejantes conductas y minimizan las consecuencias que tienen para las mujeres, en algunos casos más terribles que otros, y sin embargo ellos (los seres que violan o alientan o disculpan) no lo entenderán nunca ni serán capaces de consolarlas; más bien parece que lamentaran no estar en el lugar de los violadores para aleccionar como merecen a las mujeres disolutas que se han dejado o lo han propiciado con su apariencia o su comportamiento. 
«Pasad, hay barra libre», decían los violadores de la chica que habían sacado de la discoteca cercana, borracha y quién sabe qué más, en cualquier caso privada de sus sentidos, y metido en el asiento de atrás de un coche al que accedieron por turnos para penetrarla sin miramientos y correrse dentro sin protección y además burlarse de ella por la inconsciencia que la hacía parecer un pelele al que le metían en la boca los miembros enhiestos y sin embargo seguía adormilada, mientras ellos proclamaban su hazaña y además invitaban a otros a que los secundaran en el abuso desmedido y asqueroso sobre un ser vivo que ni siquiera podía pensar ni mucho menos defenderse. Aquí me permito incidir: no podía defenderse porque no era consciente, luego consentía ¿consentía? Sí, si no se oponía. Lo opuesto a consentir es prohibir, y ella no prohibía y por tanto consentía. Le daba igual, si no se enteraba. Ya, ya, pero no se oponía. Es sólo abuso, sólo, nada más y nada menos que abuso. En fin.
Ella no se enteraba, no (se enteró después, cuando se lo contaron, qué horror, que asco, qué impotencia), pero por allí pasaron otros que sí se enteraron, que la conocían y por eso la salvaron de seguir sufriendo vejaciones. Son aquellos que en ningún caso violarían ni abusarían de una mujer, esté consciente o inconsciente, pero es que éstos tampoco justificarán nunca los abusos de los violadores que se creen legitimados para someter (ellos pueden hacerlo y ellas no lo pueden evitar) a las mujeres como si fueran (fuéramos) cachos de carne con ojos, con orificios que se nos colocaron estratégicamente para mejor satisfacer pulsiones ajenas. O cuanto menos fueron capaces de compadecerse y librarla de ese infierno de consecuencias imprevisibles, si en lugar de ellos, conocidos del pueblo de la chica, aparecen otros que resultan tan depravados como los primeros y se unen a la fiesta. Fiesta para ellos, claro. La fiesta es siempre para esos hombres que no respetan a las mujeres y celebran o cuanto menos disculpan los actos que se realizan a su costa, cualquiera, de la clase que sea.
Cada vez entiendo más por qué violan los hombres —por qué violan los hombres que violan, supongo que no hay duda de que me refiero a los hombres que violan y a los que justifican las violaciones— y no pasa nada. Sigue sin pasar nada. Y si pasa (las pocas veces que pasa) es muy poco lo poco que pasa. ¿Por eso se sienten legitimados, amparados, comprendidos, disculpados, y siguen violando? 

lunes, 21 de mayo de 2018

Quemados por el sol 10



Ser insignificante es otra forma de ser prescindible. Quienes te ignoran te hacen sentir insignificante.  
Imagen relacionadaMe dijo que él no supo que ella estaba allí. A lo mejor me quería decir que le resultó insignificante. O que no le prestó la atención que ella hubiese deseado. Ser importante para alguien, contar para alguien, ese deseo que no se ve satisfecho casi nunca. 
—A lo mejor después, al cabo del tiempo —le dije—, sí la consideró, ¿no?
—No, ni hablar —dijo con más aplomo.
—No puede ser. En un pueblo tan pequeño, según me dice.
—Pues ni así. Era un pueblo muy pequeño, en efecto, y por eso era obligado que nos cruzáramos en la calle, que nos juntáramos en los bailes a los que acudíamos, esas verbenas que se celebraban en las fiestas patronales —rememoró sin poder evitar cierta emoción, a pesar de la distancia que pretendía poner con sus palabras y en absoluto logró—. Ya por entonces, coincidiendo con los años de nuestra incipiente adolescencia, empezábamos a juntarnos chicos y chicas. Parece una tontería recordarlo al cabo del tiempo, pero entonces empezamos a perder el miedo que tenían nuestras madres y nuestras abuelas al contacto con los chicos, que eran tan extraños para ellas, casi demonios, y estaban tan lejanos de sus mundos, tanto que no se acercaban hasta el momento mismo de casarse.
—Antes lo harían, supongo, durante el noviazgo —dije.
—Eso es lo que tú te crees. Eso es lo que tendría que haber sido, pero no era. Cuando digo que no se acercaban hasta el momento mismo del matrimonio, es que no se acercaban hasta el momento mismo del matrimonio, a no ser que la novia fuera alguna fresca, como era el caso de mi madre, eso decían, que era una fresca, por no decir otras cosas que me duelen más. Las frescas, ya sabes, permitían demasiadas libertades, y cuando una moza permitía demasiadas libertades ocurría que los mozos se aprovechaban de ella y la dejaban tirada, ya estaba usada, ya no servía para nada, ya no era necesario casarse.
—Me estaba hablando de él —traté de reconducir su relato, que se le iba por vericuetos que la sacaban del orden y además la entristecían.
—Sí, sí, es verdad —pareció recuperar el orden que se le había extraviado—. Te decía que él nunca me miró como yo deseaba que lo hiciera. Creo que me veía ridícula y extraña, con ese carácter mío que era tan taciturno, con esa tristeza que se me había acumulado tan adentro, que se me había ido macerando desde que era muy pequeña y me había sentido tan despreciada y juzgada por lo que le había pasado a mi madre.
—No tenían por qué despreciarla a usted. Tampoco tenían que haber despreciado a su madre.
—No tenían, no tenían... ¡Pues claro que no tenían, pero lo hacían!
—Esos tiempos —dije por decir, sin saber muy bien qué decir.
—Malditos sean aquellos tiempos.
Cerró los ojos. Quizá quería maldecir con más ahínco aquellos tiempos que aún aborrecía en su memoria.
—Algo bueno tendrían.
—Tenían —dijo— que todo estaba por hacer, pero nada de lo que estaba por hacer podía hacerlo yo, no me estaba permitido.
—Todos podemos hacer algo en algún momento —insistí, para consolarla.
—Lo que le había pasado a mi madre me dificultaba llevar una vida normal. Y aún así me enamoré como una idiota —sonrió con picardía—. Creo que me enamoré de él enseguida, desde que lo vi emerger del agua y en su cuerpo tan fino y delicado, tan blanco, no había ni rastro de la tosquedad que adornaba a los otros chicos que yo conocía, tan morenos, casi ennegrecidos por el sol abrasador de la hora de la siesta, cuando en el pueblo los mayores dormitaban y los niños nos entreteníamos vagando por las calles polvorientas y casi deshabitadas, silenciosas, llenas de una luz cegadora que nos hacía estar a todos quemados por el sol de forma permanente.
—¿Y él, hermana?
—¿Él? Él nada, hija mía. Él tonteaba con unas y con otras y yo me moría de pena cada vez que veía sus devaneos. Cada uno de sus bailes con las otras se me hacía un tormento, y a pesar de todo soñaba con que algún día me sacaría a mí a bailar, y entonces se operaría el milagro y me vería mucho mejor de lo que era, tan guapa como hubiera querido ser para poder gustarle.
—¿Tan guapa como hubiera querido ser? ¿Por qué quería ser guapa para gustarle a un chico?
—Entonces es lo que valía. ¿Crees que los chicos hablaban con las chicas para descubrir su inteligencia? No lo hacían, ni se molestaban. Primero elegían a la más guapa, a la más desenvuelta, y después se interesaban por si sabían lavar, coser, guisar y hacer cualquiera de las tareas de la casa. 
—Antes me ha dicho que ya empezaban a ir juntos, en pandilla, así que se conocían, se valoraban, supongo.
—Nos toleraban, más bien. He dicho que las chicas dejamos de temer el contacto con los chicos, no que ellos nos consideraran como iguales ni mucho menos nos respetaran.
Como si con el correr del tiempo se hubiese progresado mucho en ese sentido, pensé, pero me callé el estado de la situación que a veces no sé cómo abordar, cómo explicar, cómo hacer entender a quienes a estas alturas de la película (da igual que sean hombres o mujeres, jóvenes o mayores) siguen sin ser conscientes de que ha evolucionado más bien poco, casi nada en el fondo, aunque en la superficie lo parezca, si obviamos las noticias cada vez más frecuentes y desesperanzadoras sobre el maltrato cada vez más generalizado y casi normalizado, por eso sólo dije: 
—Así que nunca la sacó a bailar.
—Cuando me marché ni siquiera me había rozado una mano. 
—Cuando se marchó.
—Sí, me marché a Madrid con mi tía, que había encontrado colocación en una casa muy buena para servir.
—Una oportunidad para dejar atrás aquel mundo, ¿no?
—Y para encontrar un mundo nuevo que se me caía encima.
—En un mundo nuevo todo es posible.
—O imposible.


   

viernes, 30 de marzo de 2018

Muñecos en andas



Se trata de muñecos en andas que representan una patraña que se ha perpetuado en el tiempo, una engañifa para lelos, alegan algunos; otros, en cambio, defienden la representación vívida de unos hechos que al cabo de tantos cientos años (no importa cuántos) de haber sucedido gozan de una escenografía insuperable que sigue despertando un interés perverso. La perversidad aplicada en esta circunstancia a las consecuencias negativas que se derivan de ciertos hechos, como si la fe en algo significara aceptar el lote completo de los usos y costumbres que siguen todos los adeptos a esa creencia. Así, sin matices.
Cada vez hay menos matices en casi todo y cada vez hay más verdades absolutas que se toman completas y así no hay quien las digiera, claro. ¿Es por la (in)comprensión, que lleva a las personas a reafirmarse en creencias que no necesitan compartir, ni quieren hacerlo, ni hablar de ellas, ni someterlas a juicios ajenos que las pongan a prueba?
Muñecos o desfile de yesos, dicen quienes se sienten invadidos por las hordas de creyentes que hacen uso de espacios públicos que deberían emplearse en causas mejores.
Representación vívida e incuestionable de algo que es tan (in)cierto como la fe de las personas que no conciben una existencia desgajados de los antepasados que los acostumbraron a una verdad heredada, dicen quienes desprecian la falta de valores que no se pueden adquirir por métodos diferentes a los suyos, por eso hacen uso de los espacios comunes que no tienen reparos en tomar por suyos sin el menor pudor.  
¿Se puede aborrecer la fe (la que no se tuvo nunca y sólo se fingió, para sobrevivir en el aquel mundo que señalaba a los renegados y apestados y después los expulsaba), y regresar a ella al cabo del tiempo, pero regresar con la seguridad de que no se puede vivir de otro modo y además ya sería inconcebible? 
Este muñeco que ilustra estos apuntes que me hierven en el pecho, es la imagen de un Jesús de Medinaceli, que en la cofradía que lo saca en procesión apodan Nuestro Padre Jesús Nazareno, y se trata curiosamente de una talla bastante moderna, nada que ver otras tallas de la magnífica Semana Santa de la Villa de Bilbao que podrían ser catalogadas como verdaderas joyas de la imaginería religiosa, pero quizá precisamente por eso es una rareza que no se ajusta a los sentimientos que se exacerban a su paso. Eso es la fe, ¿no?, un salto al vacío que cubre el trayecto que va desde la realidad sobre la figura del Jesús hombre —de cuya actividad, vida y milagros se puede hablar hasta agotarse—, al presente que contiene el poso que dejó al cabo del tiempo y aún perdura. Indiana Jones dando un paso adelante, cuando ante sus ojos sólo había un abismo del que sin embargo emergía una pasarela, pero se hacía visible y patente sólo después del salto: «Salta al vacío (cree absolutamente) y yo te recogeré». 
¿Saltar al vacío? ¿Cabe preguntarse si hoy hay espacio para la fe, con todo lo que sabemos, tanto de lo que es posible como de aquello que parece imposible? Para la fe verdadera, la que no admite dudas y sólo atiende al pellizco que produce, sin pararse a explicar razones que no existen, y si existieran anularían la fe, que entonces ya sería certeza, y ¿quién se resiste a una buena certeza?           




Seria y austera, la Semana Santa de Bilbao fue instaurada en 1554, cuando la llegada de una astilla de la Cruz de Jesús ocasionaría la formación de la primera cofradía, la de la Vera Cruz. Hoy la Pasión bilbaína comprende un total de trece procesiones en las que participan cada año más de 3.000 cofrades.
Su patrimonio comprende auténticos tesoros de la imaginería religiosa de artistas como Juan de Mesa, Raimundo Zapuz, Quintín de la Torre o Higinio Basterra.