lunes, 21 de enero de 2013

Cuando de bordear la vida se trata






Cuando me entra el miedo a no saber qué hacer, ni qué decir ni por dónde tirar, voy a las páginas de "La carpeta roja" y me meto en la piel de la mujer que sabe menos aún que yo cómo bordear la vida, como le dice el terapeuta que pretende hacer a base de pastillas; por eso no se las receta y la deja siempre con el alma al aire, en carne viva, digo yo que para hacerla más fuerte.




"Le pregunto si cree en lo que no se ve: sensaciones inexplicables, premoniciones inconcebibles, visiones incalificables de puro extrañas… Dice que no lo sabe. ¿Cómo que no lo sabe? Eso se sabe, las personas tienen que saber si creen o no en esas cosas. Dice que todo es posible. ¡Pues claro que todo es posible! No todo, en realidad, aclara, pero añade que lo dice así, como con ciertas reservas, porque no se atreve a decir sí o no categóricamente. Me explica que no puede demostrar que no existan en realidad esa clase de fenómenos o situaciones que generalmente se denigran y ridiculizan con tanta alegría. Algo es algo, digo. Pero, si no cree ¿por qué me hace caso? Él dice que me lo hace (caso) porque cree en mí y en lo que le cuento. Me dice que me escucha y me cree, aunque no entienda cómo pueden darse en mí ciertos desórdenes. Casi se me hace incómodo que alguien crea en mí con tanta seguridad. Alguien con cierta autoridad y una mente científica, además. Estoy acostumbrada a que cuando cuento lo que me ocurre, lo de las visiones y todo eso, la gente trate de explicar mejor que yo misma de qué se trata. Algunas veces me río y otras me enfado. Cada vez me enfado menos, será porque cada vez lo voy contando menos. Antes, al principio de todo, cuando empezó a sucederme, solía contarlo a las primeras de cambio, no para hacerme la interesante ni nada de eso, sólo por ver si en algún lugar había alguien que podía decirme de qué se trata y por qué me ocurre precisamente a mí. Las explicaciones que recibía tenían que ver invariablemente con mi estado anímico, como si yo quisiera provocarlas o las propiciara de algún modo. Incluso recibí recomendaciones para dejar de tenerlas, o para detenerlas en el momento preciso, de alguna manera congelarlas, y así estudiarlas o atraparlas, como si lo más importante de todo no fuera, precisamente, que son imprevisibles, insospechadas y de ninguna manera controlables, ni siquiera para recrearme en ellas un espacio de tiempo que resulte suficiente para estudiarlas o contemplarlas detenidamente. Más tarde, cuando fui tomando conciencia de mi excepcionalidad, y sobre todo de la ignorancia de quienes no se resignan a decir simplemente “no lo sé”, me hice más cauta, pero nunca he dejado de intentar que alguien me explique por qué me voy del lugar en el que esté en ese momento y aparezco en otro completamente diferente; otro lugar que no es de este mundo de ahora, sino de un mundo de antes, de mucho antes, al que yo regreso por unos segundos para ver escenas que no puedo explicar, sólo contemplar desde lejos, o no desde tan lejos, en realidad las contemplo desde muy cerca, tanto que cada vez estoy más segura de que estoy allí en aquel momento, en aquel lugar y en aquella época a la que regreso de vez en cuando no sé por qué ni para qué, aunque nunca pueda intervenir ni participar de nada que esté ocurriendo, sólo verlo y sentirlo para a continuación regresar a mi presente con la sensación de que me han robado toda la energía. Él dice que seguramente habrá alguna razón para que me ocurra todo eso. Yo le digo que quizá tengo algún trastorno. Él dice que no tengo ningún trastorno que pueda identificar. No sé si es un alivio o una preocupación más que añadir a todas las preocupaciones que ya tengo. Si estuviera trastornada sería más sencillo buscar alguna clase de remedio que evitara mis raptos del presente para llevarme forzosamente de viaje a un pasado que es tan remoto y lejano, y al mismo tiempo tan próximo, pero cuando no hay ningún desajuste que remediar todo parece más complicado. Una vez le pedí medicación, para dejar de viajar o soñar o imaginar o lo que sea que hago involuntariamente, pero me dijo que no había pastillas para bordear la vida, así que mejor si seguía como estaba, con mis sufrimientos y mis miedos y todas las dudas que me genera la situación".










lunes, 7 de enero de 2013

"¿Qué coño será la entereza?"



No me gusta aconsejar, aleccionar, adoctrinar ni ejemplarizar. Sólo escucho y miro a los ojos a quien se deja mirar a los ojos; hay tanta gente que esquiva la mirada, no vaya a ser que se le escapen los sentimientos (malos, torvos, aviesos) que le pudren el alma. Por eso escucho con tanta atención a la autora de "La carpeta roja", que escribe, a continuación de la última entrega que ya dejé aquí hace unos días:

'No entiendo por qué una persona puede cambiarse de casa, de barrio, de ciudad, bajarse de un tren si le da la gana, aunque no haya llegado a su destino, y sin embargo se nos obliga a los seres humanos a seguir en la rueda de la vida, sí o sí, a toda costa. ¿Hay algo de malo en interrumpir la existencia que se nos hace insoportable? Es irrisorio, tener que dar cuentas de una acción que debería depender del albedrío de cada persona. Puede alegarse, por supuesto, que la decisión de acabar con la vida propia quizá varíe el cabo del tiempo. ¡Claro! Y también puede variar el deseo de vivir y sin embargo se nos obliga a ello. ¿Ha pensado la gente que se opone al suicidio que al hacerlo (oponerse) está actuando con una intransigencia intolerable? ¿Qué saben las personas que no sufren, de las personas que sufren? ¿Saben las personas que no sufren, que las que sufren no encuentran consuelo de ninguna clase, en ningún lugar, con casi ninguna persona? ¿Son conscientes las personas que no sufren de la soledad de las personas que sufren? Porque una persona que sufre está obligada a ocultar el sufrimiento, a hacer de tripas corazón, a comportarse con entereza (¿qué coño será la 'entereza'?, ¿una máscara o un disfraz que nos hace parecer lo que no somos, o no parecer lo que sí somos y no queremos ser?) y a ocultarse para no contrariar a quien anda a su alrededor. Sí, para no contrariar, porque las personas que sufren molestan, incordian, contagian y obligan a la reflexión. Y, parémonos a contemplar lo que tenemos alrededor cada uno de nosotros y veremos el páramo que nos rodea, y la dificultad que entraña ser como queremos ser, sobre todo si lo queremos ser es tristes. Tristes, sí, porque la tristeza o la melancolía deberían ser opcionales, y cuando no se pudiera soportar más el dolor, se debería estar facultado para ir más allá y acabar con todo.
  '¿Habré expresado estos pensamientos en voz alta? Creo que no. Y, de haberlo hecho, ¿qué me hubiera dicho él? Quizá nada. Algunas veces no me dice nada de nada, sobre nada. No sé si le diré algún día que conservo una carta del hospital con los motivos que me llevaron a intentarlo hace ya tantos años,aunque esos motivos estuvieran tan resumidos y además constaran de una razón concreta (¡ay, las etiquetas para todo!), cuando el deseo de suicidarse viene determinado por un cúmulo de circunstancias desgraciadas que explotan por una gota que acaso no sea la más grande ni la más importante. Y que conservo una citación para acudir a declarar a propósito del delito que cometí queriendo quitarme la vida. Queriendo quitarme la vida, sí, porque me la quería quitar, y era mía (lo es aún, y algunas veces no sé si me gusta que siga siendo así, a pesar de los remordimientos por el dolor que ocasionaría en los miembros más cercanos de mi familia), así que me limité a intentar deshacerme de algo que era mío, de igual modo que puede tirarse un vestido que ya no se usa o regalarlo cuando ya no te sirve'.