miércoles, 31 de diciembre de 2014

Seguir para que nada cambie





Cada nuevo año que contabilizamos como un acontecimiento es apenas un número, pero las intenciones están teledirigidas y poseen entidad propia, así que deseo que las correcciones de mi novela recién terminada lleguen a buen puerto cuando el número cinco tome el relevo del cuatro.
Que todas las personas que me leen y me siguen de alguna manera, las que aguardan mis historias y sobre todo me quieren porque sí, obtengan casi todo lo que desean. Digo casi todo porque si digo todo las dejo sin esperanzas.
La vida sin esperanza es muy mala; digo yo que debe serlo.



jueves, 18 de diciembre de 2014

¿Para qué sirve un blog?


Eso, eso, ¿para qué sirve un blog?
¿Para enseñar el trabajo? ¿Para enseñar lo listos que somos algunos? ¿Para demostrar lo tontos que son otros (que no saben tanto como nosotros)?
Sí, también para eso sirve, seguramente, pero un blog sirve, sobre todo, para expresarse. Expresarse es un deber, una obligación. Articular ideas debería ser obligatorio, y exponerlas, por si alguien se sirve de ellas.
Escribir es pensar mientras se juntan letras, o ir juntando letras mientras se piensa. Escribir es compartir. También si lo que se lee no es bonito, ni acertado, ni adecuado (no digo irrespetuoso), ni interesante. Pero la vida da muchas vueltas, los sentimientos mudan muy rápidamente, y lo que hoy no sirve puede echarse de menos mañana.
Y lo peor es que sigo sin tener claro para qué sirve un blog.
Hay personas que no saben explicarse, ni hacerse ver, ni hacerse respetar, ni aglutinar multitudes a su vera, o a la vera de su trabajo; ni crear expectativas. Hay personas que están muy solas; quizá las personas que están muy solas saben mejor que nadie para qué sirve un blog. Las personas que están muy solas suelen saber casi más que casi cualquier otra de casi cualquier cosa, porque tienen más tiempo para pensar, para observar, para sentir, para imaginar, para soñar.

martes, 25 de noviembre de 2014

Cuéntame un cuento



¿Qué puede tener de extraordinario un viejo trapero que va por las calles pidiendo libros viejos, periódicos atrasados y papeles inservibles? Seguramente mucho, al menos para la imaginación de una niña, que desconoce que tiempo después, cuando haya crecido, sabrá que las conversaciones que mantuvo con el viejo serán consideradas por ella premonitorias, como si todos los actos que suceden en el mundo tuvieran que ver unos con otros, y de esos actos dependiera el porvenir de muchas personas.
«Cuéntame un cuento», piden los niños, y los que no son tan niños y quieren seguir soñando. Y cuento parece, sí, una novela que está llena de solidaridad, ternura y unos valores que parecen pasados de moda, pero que si no existieran habría que inventarlos para que el mundo semejara menos árido y más habitable.
Yo sigo soñando, para seguir contando, si me dejan; si alguien quiere que le siga contando un cuento. 
  








lunes, 17 de noviembre de 2014

¿Es mejor saber?






Querer saber es arriesgarse a saber. Cuando sabemos ya no podemos no saber. Creo que la autora de las confidencias que encontré en la carpeta roja quiere decir algo parecido. Confieso que cada vez me cuesta más traducir los sentimientos de esta mujer que parece más perdida según avanzan sus escritos.  




«A veces pienso que me gustaría ser como quiero ser, o como debería ser en mi imaginación, si pudiera modelar a mi antojo lo que supongo más llevadero para tratar con mis semejantes. Me gustaría dominarme o ser más dúctil, así en las malas situaciones como en las buenas. Él dice que sólo tengo que hacer lo que quiero hacer, sin pensar en nada más; fuera trabas. Yo le digo que me gustaría poder hacerlo, creo que para sentirme libre. ¿Libre? Me escucho deseándome en voz alta ser libre y no me alcanza la imaginación para asimilarlo. Ni siquiera sé si tengo lo que hay que tener para casi nada; las personas somos lo que hemos sido y nos hacemos según evolucionamos: los recuerdos. Él me dice que los recuerdos seguro que los tengo. Pero yo no lo sé (si en efecto los tengo), y se lo digo; y que además ignoro si los buenos lo son porque lo son en efecto, o porque yo quiero que lo sean. No me entiende. No me extraña. Muchas veces yo misma no consigo entenderme. 
»Doy vueltas y más vueltas a las cosas para traducir situaciones que me hacen daño sólo con su evocación; no digamos con su mención. Es como si me avergonzara del daño que me han hecho. Siento que la culpa de que no me hayan querido es sólo mía. Me pregunta por las personas que me han hecho daño y me da vergüenza decirle que la felicidad que pretendí mostrarle la primera vez que entré por la puerta que tengo a mis espaldas es una falacia, no era real, o no lo era del modo que le dije que era. Recuerdo que le dije que no sabía por qué me habían enviado a verle. Él me dice que le conté que no me pasaba nada, que de todo tenían la culpa las malditas visiones que me traen a maltraer. Las visiones, claro, que son tan reales como la vida que tengo cerca a diario, y sin embargo se marchan en apenas unos segundos y no me dan tiempo para aprehenderlas, para saber lo que significan o por qué se dan o me buscan o me invaden o me asaltan; o me enseñan, quién sabe, o quieren enseñarme, y yo no me dejo, por eso se marchan tan pronto, sin darme tiempo a preguntar por qué, para qué, quién, cómo.  
»¿Será que no quiero saber? ¿No quiero saber? ¿Es bueno saber?»







jueves, 30 de octubre de 2014

A mi manera





¿No estamos perdiendo ciertas parcelas de libertad personal, con tantas peticiones como nos asaltan a diario, procedentes de amigos, compañeros, colegas, conocidos o simplemente contactos? Me refiero a libertad en la Red, que cada vez más está derivando en un entramado de requerimientos a los que no siempre podemos atender, o no queremos, si resulta que no encontramos satisfactorias las razones argüidas para conseguir nuestro apoyo.
Las personas somos libres, independientes, finitas y falibles; no somos autómatas que puedan programarse para complacer (siempre) cada requerimiento que se nos haga. Algunas veces no podemos porque no nos gusta el motivo de la adhesión que se nos solicita, pero cómo decir a un amigo que su petición está fuera de lugar (según nuestra escala de valores) sin herir sus sentimientos, y además públicamente, en una pantalla que cada cual ve individualmente y sin embargo ha de multiplicar por cientos de miles de pantallas que reproducen el mensaje o la petición, y en la intimidad de una conversación es fácil (o debería serlo) disentir primero y negarse después, pero en público no, ¿verdad? ¿Por qué desairar a alguien a quien conoces y probablemente aprecias, a la vista de tanta gente como contemplaría la negativa —una afrenta, tal vez, a sus ojos—?
¿Ya (casi) nadie piensa en las sentimientos de los otros, que son tan respetables como los suyos propios? Entonces, ¿por qué se somete a tanta gente con tanta alegría al dictado de las peticiones que quizá no desee secundar? 
Y, aún peor, ¿por qué se recrimina el rechazo que se ha sufrido, o la simple ausencia de adhesión a la causa, señalando a los conocidos como desaprensivos que no se han querido sumar a la inocente petición? ¿Inocente? Quizá no es tan inocente. Quizá la inocencia de quien realiza la petición no está en sintonía con las necesidades de quien se ve obligado a rechazarla por una cuestión puramente profesional; cómo decir, una incoveniencia para sus intereses, a su pesar. 
Dejemos a las personas gestionar sus sentimientos en la intimidad, y ejecutar sus acciones y adhesiones libremente. El hecho de no hacer público que te gusta algo no significa que no te guste; el hecho de callar ante una brutalidad que se supone que todos deberíamos rechazar con unanimidad no quiere decir que no la rechacemos íntimamente o de otro modo que no deseamos que se conozca públicamente.
¿Y el dolor que sufren algunas personas al recibir ciertas imágenes que hieren profundamente su sensibilidad? Sí, aquellas que están en tratamiento psiquiátrico y no deben sumergirse en ciertos espacios que acaso les causan un daño inmenso. 
Pidamos ayuda, sí, naturalmente (y ojalá que consigamos siempre la ayuda que pedimos) pero mejor en privado, para permitir que el interpelado obre como desee y no se sienta coaccionado en modo alguno. 
Estoy cansada de negar mi participación en actos a los que no puedo acudir (a veces materialmente; a veces porque no comparto en absoluto las razones esgrimidas). 
No me gusta negarme ni defenderme, ni me gusta justificarme. Y sin embargo comprendo, siempre comprendo. Y también siento. Lo siento todo, tanto, mucho, demasiado, a mi pesar, a pesar de otros que no merecen mis sentimientos. No importa, se siente; eso basta






  

viernes, 3 de octubre de 2014

Saudade







Me llamo Saudade y me gustaría que alguien (no miro a nadie) contara algún día mi pequeña historia. No es importante, ni épica, pero me siento orgullosa de la labor que desempeñé en la vida de una persona (no miro a nadie) que estaba sola y dolorida.
Por ahora diré que me rescataron en Santiago de Compostela de la estantería de una tienda de artesanía; digo de artesanía de la buena, no de cachivaches, en el año 2010, que fue Año Xacobeo, y que las calles de la ciudad estaban de bote en bote, pero ella estaba sola; me dijo que se había despistado de la gente con la que iba. Yo le dije que no entendía cómo la gente con la que iba no había reparado en que ella no iba con ellos, a no ser que en realidad no fuera con ellos, aunque ella creyera que sí iba con ellos. Que si el gentío que iba y venía, que si no sé qué monsergas improvisó como excusa, el caso es que nadie reparó en su ausencia.
Sé que me escogió porque soy pequeña y así podía meterme en su mochila. No me importa. Cada ser es importante por una cosa y cumple una función única que sólo él puede cumplir, y yo me siento orgullosa de haber acompañado a mi amiga en la comida de aquel día en aquel restaurante lleno de gente, que la hubiera hecho sentirse más sola aún, si no fuera porque yo estaba con ella y la obligué a aguantarse las ganas de llorar. Le dije que las lágrimas echan a perder el sabor de los alimentos.
Le dije muchas cosas, le conté muchas historias, pero ella no me escuchaba. No me escuchaba entonces. Después empezó a escucharme. Aquel día estaba defraudada, indignada, triste y agotada físicamente, así que perdoné su indiferencia.
¿Ya he dicho que me gustaría que alguien contara mi pequeña historia? Bueno, pues ahora que he formulado la petición y me he presentado, ya me quedo más tranquila, y sé que algún día se cumplirá mi deseo.    











miércoles, 17 de septiembre de 2014

Un lugar en el mundo




Acaso sea cierto, que se adquiere cierta responsabilidad sobre las personas cuando se conocen algunas de sus interioridades. 


«Le digo que he tenido muchas vidas y muchas casas, pero que no he tenido una casa que sea mi casa, la casa que tiene casi todo el mundo, ese lugar idílico al que regresar. Tampoco tengo una familia que sea mi familia, la familia en la que refugiarse. No me refiero, claro está, a la familia que yo me haya creado o construido, sino a ese grupo de personas que se tienen alrededor desde el nacimiento y te van acompañando en las diversas etapas de tu vida, ayudándote a vivir y a sufrir hasta que te haces tan mayor que ya no pueden acompañarte más físicamente, aunque sí puedan seguir haciéndolo emocionalmente. Estoy perdida porque siempre anduve a ciegas, tanteando el terreno, nunca sabiendo adónde iba, no memorizando el itinerario. Él no entiende que siga perdida aún, a mi edad. Tiene razón, ya soy mayor, muy mayor para estar tan perdida. Al cabo de un tiempo casi todas las personas acaban por encontrar su lugar en el mundo, yo lo sé y lo envidio sinceramente. Él me pregunta por el lugar que para mí sería idílico. Yo le respondo que no existen lugares idílicos, sólo estados de ánimo elevados y en consonancia con una felicidad que debe escribirse con “s” de satisfacción. Solemos confundir la felicidad con la satisfacción, con el deseo, con las ganas, con la ilusión. Él pregunta dónde está la diferencia, a mi juicio. Le digo que tiene que ver con la edad que se tenga, con las ganas de hacer cosas, con las desilusiones que hayan minado las esperanzas. Le digo que la gente se carga de energía y cree poder comerse el mundo, pero se cansa al cabo del tiempo si no obtiene resultados. Le digo también que vivir está algunas veces sobrevalorado. Él dice que vivir es vivir. Pues vaya una conclusión. Qué poco me ayuda este hombre que no hace más que formularme preguntas que son estúpidas o simples o retóricas, por más que me guste y me alivie su atención. Callo, pienso, valoro lo que he dicho y lo que en realidad quiero decir. Le digo que algunas veces queremos parar (quiero yo, y supongo que también lo quieren otras personas que quizá no se atreven a decirlo en  voz alta) y apartarnos de la vida, quitarnos del medio, pero no podemos, no siempre. Se queda callado, mirándome. No me gusta que siempre, después de cada frase que digo, deba dar una explicación. Primero va el titular y a continuación el desarrollo. Yo era buena haciendo titulares. Era buena haciendo muchas cosas, pero no lo sabía y no lo supe defender, me hacían dudar constantemente esas personas que parecen estar al acecho de pardillos sin autoestima prestos a dejarse doblegar y vencer por opiniones desfavorables, derrotadas antes de empezar la batalla; mediocres que saben que son mediocres (aunque no sé qué es peor: saberlo y no aceptarlo o vivir con la ignorancia de lo que se es), temerosos, por tanto, del verdadero talento que vislumbran en quien está delante y los puede rebasar. Me pregunta por qué no lo supe defender. Y yo qué sé, le respondo. No sé nada de casi nada, y antes, cuando era más joven, sabía menos aún, era muy influenciable, crédula, aceptaba que si alguien me decía que algo no estaba bien era porque no estaba bien; a mí no se me hubiera ocurrido decirle a alguien que estaba haciendo algo mal, a no ser que de verdad lo creyera, y aún así procuraba dulcificar la crítica, nunca hacer sangre. Él dice que sé muchas cosas. También dice que si me mostrara con el resto de la gente como me muestro con él, otro gallo me cantaría. Claro, pienso, él me ve desnuda, libre, desenvuelta y dispuesta a contar cosas que casi nadie sabe porque a nadie le importa saber las cosas que me pasan. En general, a la gente la gusta poco saber las cosas que les ocurren a los demás, en parte porque les quita tiempo para hablar ellos mismos de las suyas, en parte porque al conocer las interioridades del prójimo se adquiere cierta responsabilidad que no siempre hay disposición de asumir».






miércoles, 27 de agosto de 2014

La razón de ser de las olas.

  


Las olas del mar arremeten sin tregua contra todo lo que encuentran a su paso, y no se aburren, ni se cansan, ni temen molestar. ¿Y cómo habrían de molestar las olas del mar, si arremeter contra las rocas es su razón de ser?


«Le pregunto si es preferible ser prudente o latoso. (Sé que la prudencia es sinónimo de cobardía para otros, y ser latoso equivale a mostrarse desenvuelto.) Él dice que hay límites, como en casi todo, pero que en general prefiere un poco de pesadez, si está bien llamar pesadez a la constancia. Yo le digo que quiero ser constante pero temo ser cargante. Me horroriza resultar pesada. No distingo demasiado bien entre la constancia y la insistencia que puede desembocar en aburrimiento. Él me dice que no tengo que temer tanto molestar, que no puede uno paralizarse por el miedo, que no es posible medir con exactitud dónde está el límite, que alguien puede considerar que está en un lugar, y el de enfrente opinar que está en otro diferente. Vale, de acuerdo, le digo, pero como yo no quiero excederme bajo ningún concepto tiendo a quedarme corta y no llegar».

Miedo: qué sensación más triste, más frustrante, más paralizante, ¿verdad?





jueves, 14 de agosto de 2014

Mi ex mejor amiga










Yo tenía una buena amiga, una mejor amiga que no siempre ha estado conmigo cuando lo he necesitado; incluso he pensado muchas veces que para qué quería yo una amiga así, pero la mantenía en mi corazón, a pesar de todo, como si en verdad fuera un tesoro (el que deben ser las mejores amigas); incluso decidí que es bueno sentir que no siempre que alguien necesita algo, las personas (ni siquiera las más cercanas) tienen que saberlo, si no lo dices. Yo no soy de decir muchas cosas, y las dejo pasar, y pretendo que las averigüen quienes me rodean; naturalmente, casi nunca lo hacen, ni siquiera los que están más cerca. Tiendo a suponer en los demás las mismas percepciones que se dan en mi, y si lo pienso bien, y admito que yo misma me equivoco algunas veces, qué no harán los demás, que carecen de esas percepciones, probablemente. En descargo del sonrojante comportamiento de mi ex mejor amiga, debo decir que estuvo lejos durante mucho tiempo; quiero decir lejos geográficamente. No sé si estar lejos es un hecho eximente, pero es el único que se me ocurre... claro que... claro que lo bueno de la amistad es que la lejanía, la ausencia o la distancia no menguan el cariño. No lo menguan si es verdadero, claro.  

«Él dice que a las personas les pasan cosas, tienen experiencias que las hacen cambiar o evolucionar o distanciarse. Yo supongo que es así, pero casi nadie lo dice. No está bien visto alardear de peculiaridades con visos de rarezas. Yo le digo que no me importa ser rara. Ser rara la previene a una para lo que le pueda suceder. Lo que sucede no siempre depende de cada cual. Dicen que los pensamientos se convierten en realidades. Yo trato de pensar en las cosas buenas que me gustaría que me ocurrieran: estar en un escenario rodeada de personas prestando atención al libro que estoy presentando, por ejemplo; lo pienso mucho y lo revivo en mi mente, pero no se hace realidad. No encuentro respuestas a las preguntas que formulo continuamente, lo hago constantemente, y se refieren a casi todo. 
»A la gente le gusta mucho teorizar, dar lecciones y repartir consejos que nadie le pide, y cuando finalmente pides esos consejos para aplicarlos a situaciones concretas, se hace un silencio que casi puede escucharse.

Es verdad, ¿por qué tenemos tanto miedo a dejar ir a las personas? Lloremos un rato, unos días o unos meses, pero dejemos entrar savia nueva a nuestros corazones. 



sábado, 2 de agosto de 2014

Vivir bajo la nieve.










Escribir es traducir a palabras los pensamientos y los sentimientos, sólo con la pretensión de contar, sin alardes innecesarios que pierdan a los lectores por recovecos estilísticos.
Escribir es también manifestar lo que se es o cómo se quiere ser, para explicarse, para contarse, a uno mismo y a los otros.
Algunos escritores se reconocen en lo que escriben y otros no se quieren reconocer, por eso se disfrazan de personajes que los alejan tanto de su naturaleza como les ocurre a ciertas novias, que se esconden bajo los perifollos de su traje nupcial para así soñar con mayor realismo con la vida que no tendrán porque las vidas soñadas sólo están en las novelas.
Algunos escritores escriben desde lejos, lejos de su corazón y aún más de su naturaleza, por eso parecen tan inalcanzables; ellos quieren parecer inalcanzables.
Algunos escritores se imaginan rodeados de laureles, de muchos laureles, a riesgo de morir sepultados por tantos laureles.
Algunos escritores sólo quieren escribir. Escribir sólo para vivir, para respirar, para contarse y contar. ¿Contar qué? La vida, supongo. La vida es muy compleja, y en cada mente puede explicarse de un modo diferente, pero tiene que hacerse con mucha sencillez; como si una nevada, por ejemplo, que es tan habitual en invierno, fuera el acontecimiento que en su corazón sueña que podría llegar ser, si no fuera porque ya ha visto tantas nevadas en su vida.
Quizá, después de todo, como en algunos lugares no nieva casi nunca, la nieve sí es un acontecimiento incluso en invierno; por eso algunos escritores cuentan algunas nevadas como si fueran verdaderos acontecimientos.
Pues eso, que cada escritor escribe como es; se puede saber cómo es un escritor por lo que escribe. Incluso puede saberse lo que le gustaría ser a un escritor por lo que escribe. A mí me gustaría que nevara siempre, vivir rodeada de nieve, algunas veces bajo la nieve.









lunes, 21 de julio de 2014

Vampiros de sueños








Soledad infinita, eterna, inabarcable.
Tristeza que nunca se acaba: siempre hay almas caritativas
que reponen las afrentas a modo de combustible.
¡Más madera! 
Sueños contritos.

viernes, 4 de julio de 2014

Lágrimas de cocodrilo.





Justamente me he despertado esta mañana con un par de lágrimas enredadas en mis pestañas. Me pregunté si serían el resto de algún sueño. Eso me pasa por no recordar los sueños. Sin abrir los ojos aún, traté de regresar a ese lugar ignoto que me había hecho llorar sin saberlo y me vi en medio de un desierto. ¡Ah!, lloro porque tengo sed. ¡Qué tontería! Nadie, que yo conozca, podría llorar de sed. ¿Cómo que no? ¿Es que la sed es sólo de agua? ¿No hay también sed de amor, de justicia, de esperanza?
Los sueños siempre son diferentes, aunque parezcan iguales cuando son recurrentes. Siento que los sueños sean siempre diferentes. Es como despedirse de las personas que conoces en un viaje y algunas veces quisieras volver a encontrar en otro lugar.
Me parece que las lágrimas de los poetas les importan un bledo al mundo entero. Los poetas van llorando casi siempre, y a casi nadie le importa, y a casi nadie le incomodan esas lágrimas que parecen de atrezzo, un sutil maquillaje con el que vestir sus desalientos. Lágrimas de cocodrilo, apenas, que parecen ir siempre con ellos.

















 

miércoles, 11 de junio de 2014

¿Facultad, desorden o aberración?






Está a punto de cumplirse el segundo aniversario de mi descubrimiento más extraño y desconcertante: una carpeta roja repleta de hojas manuscritas que según fui leyendo me encogieron el alma y casi de inmediato me propuse darles forma para ver si componían una historia o un conjunto de situaciones que pudieran considerarse un relato con principio y final. No había nombres o indicios que me permitieran devolver al hallazgo que apareció dejado, quizá olvidado; no estaba tirado, sino apoyado sobre una pared. 

«Hoy le he contado mi última experiencia extraordinaria porque ha resultado ser novedosa en la forma de producirse. Lo que me pasa me pasa casi siempre igual o de una forma muy similar, pero en esta ocasión no tuve visión extraña ni nada que se le parezca; no hubo esa clase de escenas que se me representan tan vívidas como si yo misma estuviera en ellas, como si me estuviera mirando dentro de una película o dentro de una habitación en la que irrumpo y me contemplo un instante. Ocurrió mientras caminaba por el paseo que hay junto al río, cuando unas manos fuertes, con las uñas muy afiladas, empezaron a arañarme las entrañas por dentro. Él dice que por qué sabía yo que eran uñas que me arañaban, y yo le digo que lo sé porque lo sé, que hay cosas que se saben porque se saben, aunque no se pueda explicar por qué se saben. Le digo que el tacto de unas uñas que arañan es inconfundible, y mucho más si lo que arañan son las entrañas. Le digo que me puse enferma de impotencia, porque aquel dolor tan intenso me quitó las fuerzas y me hizo tambalearme. Mi perro tiraba de mí con todo el empeño de que era capaz, pero en lugar de hacerme caminar más deprisa me hacía trastabillar. Hacía un frío terrible, casi estaba nevando, pero la nieve no acababa de decidirse a solidificar, así que las gotas heladas de lluvia eran ligeras como motas de polvo que se quedaban enganchadas en las lágrimas de impotencia que me brotaban de los ojos. La gente con la que me cruzaba me miraba raro, pero a mí sólo me importaba llegar a casa para poder sentarme y descansar. Él dice que tendría que haberle llamado. Yo le digo que para qué. Para qué va a ser, me dice, para ayudarme. Yo le digo que nadie hubiera podido ayudarme, como no fuera que aquellas manos grandes y fuertes como garras con las uñas tan afiladas hubieran querido parar de hacerme daño, y no querían; yo se lo pedí muchas veces, también en voz alta, mientras lloraba y se me quebraba la voz, pero no me escucharon y si lo hicieron les dio igual. Él dice que sería bueno si pudiera definir mejor lo de las garras y las manos y las uñas. No le digo nada porque no me gusta insultar a las buenas personas que además tienen buenas intenciones, pero ganas me dieron de decirle si era imbécil o qué, ¡vamos, como si no fuera capaz de entender lo que se siente cuando a uno le arañan las entrañas por dentro!, o al menos pudiera suponerlo, que digo yo que no hay que tener demasiada imaginación. Ya sólo me falta que no entienda que el cansancio físico hace perder firmeza y consistencia en los pasos, y que ese estado lo lleva a uno a trastabillarse. Pues lo de las garras arañando las entrañas lo mismo.


 »Que me tenía que haber sentado cuando empecé a notar ese peculiar mareo que me da, dice. Pero bueno ¿es que no me está entendiendo? Yo creía que sí; me ha mirado siempre con afecto y amabilidad, creo que con cierta simpatía, así que me he acostumbrado a cierta complicidad que me hacía mucho bien. Ni siquiera cuando el primer día le dije que tenía visiones (qué curioso, que después de decirle que había intentado suicidarme le soltara además que tenía unas extrañas visiones y me quedara tan campante) y se me iba completamente la cabeza me miró mal o dio a entender que se trataba de una anomalía extraordinaria que me convertía en un bicho raro. Ya supongo que muy normal no es tener las visiones que tengo y sentir que el mundo (real) que hay alrededor desaparece como por ensalmo para hacer aparecer en mi cabeza otro que pertenece a otro lugar y además está ubicado en otro tiempo. Sin embargo él me miró con naturalidad la primera vez que se lo conté, y me siguió mirando igual las siguientes veces que fui contándole las particularidades de las experiencias que me llevan a ese otro mundo; que me llevan al otro lado del espejo, si hay algún espejo que atravesar y yo puedo visitar ese otro lado, lo cual significaría que poseo una facultad que me gustaría aprovechar. Pero ni siquiera sé si es una facultad o un desorden lo que me ocurre, y llevo muchos años buscando a quien me pueda orientar al respecto, preguntando a personas que dicen estar versadas en temas esotéricos y mundos paralelos; que se autoproclaman entendidos en anomalías de la mente que en realidad quizá sólo nos muestran una galería de facultades que se desconocen habitualmente. Más de una vez, mientras relataba mis experiencias y desmenuzaba mis flaquezas a perfectos desconocidos que yo suponía avanzados en extrañezas, me sentí estudiada como si fuera una aberración, así que me desilusioné y empecé a guardarme, y es un sentimiento que nunca he tenido con él, que en ningún momento pareció examinarme o juzgarme, aunque supongo que sí me examina y me juzga, es su trabajo, debe hacerlo por mi bien, para averiguar si después de todo resulta que tengo alguna clase de desorden mental o un trauma o un revoltijo que me entorpece la vida, y el modo de entorpecerla es detenerme de vez en cuando, hacerme recapacitar sí o sí, por las bravas, lo quiera yo o no lo quiera».





martes, 27 de mayo de 2014

Descomponer una infancia.




Se es la consecuencia de lo que se ha sido. La importancia de la infancia a veces se soslaya. No puede recaer toda la responsabilidad en quien erró creyendo actuar correctamente, pero tampoco minimizar las consecuencia de algunos comportamientos que descompusieron una vida. O la alteraron, "sólo" la alteraron, como si alterar una vida no fuera delito suficiente. Un delito cometido por alguien que no quiso cometerlo y ni siquiera sabía que aquello que hacía podría considerarse un delito que no está penado por la justicia y sin embargo quedará impreso in aeternum en el mapa emocional que tan complicado es delimitar.  


«He tenido dos papás y dos mamás. Nací en una casa y casi de inmediato me llevaron a otra y unos meses más tarde a otra en la que estuve diez años, hasta que finalmente entré por la puerta de la que sería mi casa de verdad de la mano de mi verdadera madre, la que me abandonó siendo muy niña (ella dice que no fue un abandono, que sólo me aparcó temporalmente mientras ayudaba a mi padre a ganar dinero). 
    «Él me pregunta si yo considero un abandono lo que hizo mi madre, en lugar de lo que seguramente sería para ella: una necesidad. Yo le digo que en mi fuero interno siento que me abandonó, pues abandonada es como me sentí. Abandonada y recogida. Curiosamente, fui feliz mientras me consideré recogida, a pesar de que quienes me recogieron, también me abandonaron después. De acuerdo que no fui abandonada (en ninguno de los dos casos) como se abandona un trasto viejo al tirarlo a la basura, pero para mí abandono significa dejarme a un lado, no hacerme caso, no tenerme en cuenta ni considerarme tan importante como para hacerse cargo de mí y acompañarme. Él me pregunta por esa clase de sentimientos que quizá dan demasiadas vueltas en mi cabeza. Yo le digo que esa clase de sentimientos pueden definirse como resentimientos. Él quiere saber si es resentimiento u odio directamente. Le digo que creo que resentimiento, “sólo” resentimiento, si es que estamos hablando de esa sensación que experimenta quien se cree maltratado de alguna manera y dejado de la mano de Dios. Claro que también puede ser odio, o al menos puede confundirse con una cierta repulsión que se le instala a uno en el alma. Él me dice que yo no soy capaz de odiar, porque el odio conlleva, además, el deseo de causar mal o hacer daño. Y yo le digo que no estoy del todo segura de no desear algunas veces hacer daño, o al menos que quien me está ofendiendo o molestando lo sienta también, aunque no sea yo la causante o la artífice directa de la ofensa y ese daño tenga otra razón que yo no he propiciado y en la que no he participado. Le digo que ya sé que desear que alguien sufra no es bueno, y que cuando se tienen deseos negativos casi es tan malo como cuando se hace el mal directamente. Él dice que los deseos son fantasías, y que las fantasías no son malas. Él dice que las fantasías son fórmulas de escape que se ponen en marcha en el cerebro sin otra función que la de desfogar ciertas situaciones.
     «Desear que alguien sufra no es para mí un fin que me haga precisamente feliz. Desear que alguien sufra es para mí un modo de asegurarme de que ese alguien aprenda la lección en carne propia. Le digo que no me gustan las venganzas, ni albergo deseos dañinos. Él dice que lo sabe, pero no lo sabe. Él siempre quiere mantenerme a salvo de los malos pensamientos. Bueno, mantenerme a salvo no, porque eso es imposible, pero sí justificar que los tenga cuando los tengo.»




martes, 13 de mayo de 2014

Los muertos del jueves santo




Amaneció muerta el jueves santo (la Úrsula de Cien años de soledad).
Gabriel García Márquez murió el jueves santo.
Yo nací el jueves santo.
Úrsula y Gabriel, y yo.
Mi abuela me lo advirtió: «Eres una niña de Jueves Santo».
Mi abuela hablaba del Jueves Santo con mucha veneración, subrayando las mayúsculas.
Cuando hablaba mi abuela siempre se sabía dónde iban las letras mayúsculas; yo sabía dónde iban. Parecía que mi abuela hablaba para mí.
La abuela de Gabriel García Márquez se llamaba Tranquilina y hablaba para él, para que cuando fuera mayor pudiera contar.
Ahora mi abuela se ha puesto a contarme. Quiere que cuente.


lunes, 5 de mayo de 2014

Volver a ti



Hoy quiero volver a ti, que no traicionas, no mientes, no tergiversas ni condicionas. No sé si lo harías, si estuviera en tu mano, pero no lo está. Sigues siendo el ser que se esconde detrás de unas hojas escritas con una letra endemoniada, guardadas en una carpeta roja y después olvidadas o abandonadas o extraviadas. Eres inofensiva, por tanto, más allá de la influencia que puedan producirme tus cuitas. Por eso vuelvo a ti, después de una aventura infructuosa, como todas mis aventuras anteriores. Ya te iré contando, pero te adelanto que estoy un poco más herida y sé un poco más. Quizá deba ir junto. Ahora prefiero darte la palabra, restituírtela después de tanto tiempo, para que cuentes. Es hermoso, ¿verdad?, poder contarlo siempre.     



«Me viene a la mente un proverbio de Buda que dice que los hombres pierden la salud para juntar dinero y luego pierden su dinero para recuperar la salud; y por pensar con ansia en el futuro olvidan hasta tal punto el presente que acaban por no vivir ni el presente ni el futuro. Viven como si nunca fueran a morir y mueren como si nunca hubiesen vivido. 
»Me gustan estos pensamientos que obligan a replantearse los modos de vivir que tenemos, tan separados de la lógica, tan ajenos a la naturaleza, que es tan sencilla, tan simple en su concepción, aunque la compliquemos tanto para parecer lo que no somos o disimular lo que sí somos y no nos gusta ser o querríamos cambiar si pudiéramos, pero no siempre podemos. 
»Yo creo que no soy lo que quiero ser, ni me importa lo que digan los demás, y sin embargo me dejo contagiar con mucha facilidad por convencionalismos; quizá por eso me hieren tanto los desprecios y los juicios que se hagan sobre mí. 
»No me importa el triunfo, entendido como se entiende el concepto éxito por la generalidad de las personas, esto es: como el hecho extraordinario e innegable de un logro que ha tenido una recompensa visible y calculable social y económicamente. Será que no soy valiente para afrontar mi vida y defenderla tal cual la quiero. ¿Por eso me he movido tanto a lo largo de mi vida, para poder empezar otra vez en lugares diferentes, pensando que cada vez sería el inicio de lo que en adelante sería de mí, y que eso sería una versión más avanzada y por tanto mejor? Y sin embargo caía siempre en los mismos errores, en las mismas pantomimas vividas cada vez con distintas personas, no fraguando con casi ninguna una amistad especial y en cambio dejándome invadir por sus opiniones y puntos de vista. ¿Es el miedo a la soledad, a no gustar, a no ser aprobada? Él dice que yo tengo que decir lo que es y por qué he hecho lo que he hecho en mi vida. Pues vaya, pienso yo, ¿es que no voy a tener nunca una teoría que seguir, una receta que poner en práctica para enderezar mi vida?




lunes, 28 de abril de 2014

Jornada Diderot



Lo hago a vuelapluma, pero dejo constancia del Dia Diderot que celebramos el pasado sábado, día 26 de abril, en Barcelona. Si te precipitas, no captas la hondura de las cosas, y había mucho que captar y contar en ese I Encuentro Profesional sobre el Comercio de Libros, a propósito de la Nueva Carta sobre el comercio de libros que ha publicado Playa de Ákaba y está a la venta desde el día 1. Si dejas que el tiempo pase para aposentarlas, corres el riesgo de olvidarlas, y me niego a casi todos los olvidos, pero más aún a este olvido.









Compruebo que llevo todo lo que necesito. La verdad es que no utilizo casi nada de lo que preparo con antelación, pero si no lo hago me siento desprotegida.


 Una amable lectora me pide que le firme un ejemplar de la "Nueva carta sobre el comercio de libros" en el que ya han firmado antes otros compañeros de los que colaboran en la elaboración de este manifiesto o antología o glosario de quejas y lamentos por el estado de las cosas en nuestro mundo. Digo quejas por decir algo; en realidad es una manifestación de amor absoluto por la Literatura que cada cual ha expresado como ha querido.
Inaugura el acto Noemí Trujillo, editora de Playa de Ákaba, que tuvo el valor de pedirnos que cada uno de nosotros contáramos como quisiéramos a propósito de estas cuestiones que tanto nos preocupan a todos los que las padecemos y que engloba, efectivamente, cualquier organismo o entidad animados o inanimados que tengan relación con el mundo del libro: editores, escritores, distribuidores, libreros y hasta ¿salderos? ¿Saldistas? ¿Dijo salderos o saldistas? Sí, creo que entendí bien, pero como es un elemento desconocido para mí, en otro momento le dedicaré el tiempo y el espacio que merece.






Sentada en primer lugar, de izquierda a derecha, está Rosario Curiel, a continuación Eugenio Asensio y después Begoña Abraldes, que soy yo, y a mi izquierda Ana María Trillo, que condujo con el afecto y la delicadeza que les son propios y siente por los libros y por quienes los escriben, la mesa que completaron en la primera tanda Milagros Arranz y Herminia Meoro, que aparecen en las imágenes inferiores.






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Sin querer entrar en honduras que ahora no podría transitar, tengo la sensación de vivir en un mundo aSegunda tanda, con David Yeste, Óscar Solana, José Mª García Linares, Elías Gorostiaga, Miguel Martínez Larráyoz y Lorenzo Silva.

¿Cómo resumir tantas opiniones como se vertieron, tantas ideas o propuestas que surgieron como es normal que surjan las cosas buenas, osea, al amparo y protección del amor, del verdadero y duradero amor? Quizá diciendo que es necesario renovar el afecto entre los libros y los lectores; que los escritores necesitamos escribir porque sí, aunque sea para nosotros mismos, para conocernos, para entendernos, para completarnos, en tanto somos seres necesitados de palabras: escritas, leídas, pensadas, expresadas; que hay que aceptar que publicar ciertos productos salva editoriales, ¿y de quién es la culpa?   




Seguramente los editores (muchos editores, algunos editores, es imposible hablar por todos, y además es injusto hacerlo) querrían editar más y de más calidad en muchos casos, pero se las ven y se las desean para sobrevivir. Quizá muchos editores que deberían proteger a los lectores como si fuesen (fuésemos) especies en extinción, no miran más allá de su futuro inmediato. ¿O es la implantación del libro electrónico, que es el soporte utilizado por muchas personas que antes iban a las librerías y ahora han dejado de ir porque le han perdido el gusto al papel?

Hay tantas posibilidades, tantas discusiones, tantas propuestas pendientes; y tantas dudas sobre las soluciones. Así que un aplauso interminable a todos los autores que participaron, a los amigos que nos acompañaron, a los autores que estuvieron en espíritu porque ya habían estado físicamente, y no se pueden dividir ni multiplicar, en cualquiera de  los otros lugares por donde viaja la troupe que forma parte de esta iniciativa entusiasta que además esperamos que sea escuchada. ¿Qué más podemos hacer, como no sea seguir y seguir, a pesar de todo, contra viento y marea?



domingo, 20 de abril de 2014

¿Farsantes o iluminados?



Ando buscando y no encuentro lo que busco. No encuentro nada de lo que busco. Cada mañana me lo propongo nada más abrir los ojos. No hay manera. Me han robado la esperanza.




Dicen que es fácil encontrar lo que busco, por eso me irrita no hallarlo, y me impaciento.
Aquí y allá me dicen que es fácil, que das una patada al suelo y lo que busco aparece por doquier, como mala hierba en un sembrado.
Mil y un maestros de lo que busco predican (oigo sus rebuznos incluso cuando no quiero oírlos) su doctrina en cientos de esquinas y templetes, como si no hubiese mañana y cada palabra suya esparciera parabienes y sabiduría a espuertas.
Dicen ellos, los mil y un maestros de lo que busco, que esparcen parabienes, pero no lo hacen; se limitan a ladrar y escupir doctrinas que ellos mismos están lejos de imitar aunque lo desean con toda el alma.
¿Qué buscas, que es tan difícil de hallar?, podrá preguntarse cualquiera, como si el hecho de no encontrar fuese razón suficiente para calificar de estrafalaria o complicada la empresa que se me ha resistido. Y parece fácil, se habla tanto, se aconseja tanto al respecto,que uno diría que lo imposible sería no hacerlo.
¿Qué busco?
Busco alguien que sepa de verdad sobre aquello de lo que habla.
Busco alguien que me guíe por los caminos tenebrosos que me tienen atrapada en una maraña que nadie ha sabido desentrañar.
Busco un émulo de Virgilio, nada menos, o un seguidor que imite su comportamiento y me guíe por la senda que siento ya perdida.
Busco alguien que no me hable sólo de humildad y ausencia de ego, como si el aprecio por uno mismo fuera un pecado mortal; alguien que a pesar de lo que predica se abstenga de hablar de sí mismo o de sus costumbres sin parar, como si su forma de proceder fuera la única guía de conducta posible, lo cual me lleva a pensar que para esos aspirantes a maestros, el delirio es que alguien que no sean ellos mismos acabe destacando tanto como sólo ellos merecen.
Busco y seguiré buscando en tanto no encuentre, y quizá la lista de farsantes se haga tan grande que merezca un poema con sus nombres y embustes pregonados y explicados.


















jueves, 27 de marzo de 2014

A propósito de "Nueva carta sobre el comercio de libros".


Los libros buenos se distinguen de los malos por una capacidad inequívoca para hacer pensar.
Pensar.
Pensar no consiste en dejar que algo sobrevuele alrededor para obrar de distracción, como si las distracciones fueran la razón de ser de las personas para hacerles divertido, y sobre todo llevadero, el tránsito por la vida. No, he dicho mal, las personas ya no buscan algo que las divierta; cada vez más las personas buscan entretenimientos que les hagan soportable el trabajo de vivir.
Pensar consiste en formar y relacionar ideas.





Pensar es tener una cosa en la mente y que la cosa que se tiene en la mente consiga que se formen ideas a su alrededor.
A algunos se les ocurrirá (es evidente que el pensamiento es más profundo que la ocurrencia, que es, en general, un golpe o una salida, algo ingenioso y escasamente meditado) que no son necesarios los estímulos para que la mente se desate y viaje libre, y seguramente tienen razón, pero sí es recomendable y hasta necesaria la existencia de una entidad que incite a discurrir libremente, sin las anteojeras que pretenden ponernos quienes aspiran a unificarnos el pensamiento,
Pensar. Evocar. Estimular. Discurrir.
Me dejo lo mejor y más adecuado para que el pensamiento se apodere de nuestro ser: leer.
Leer.
Leer es caro, dicen algunos, no tanto como tomarse unas cañas, y a mi juicio más provechoso (y más duradero). No estoy juzgando el hecho de que alguien opte por unas cañas y no por un libro, sólo lo digo. También se dan casos de personas que no pueden decidir en qué gastar el dinero porque no tienen dinero que gastar.
Leer llena la mente de sensaciones que además de emocionar y estremecer, aliñan los pensamientos casi como ninguna otra cosa puede hacerlo.
Leer hace que las personas se sientan acompañadas, y comprendidas o incomprendidas, según sean las cartas que les han tocado de mano en la partida; en cualquier caso consoladas en sus aflicciones o restituidas en sus ofensas cuando las ven reflejadas y comentadas en los espejos que van encontrándose en el camino.

"Nueva carta sobre el comercio de libros" sale el día 1 de abril a la venta, y consta de 27 textos que otros tantos autores han dirigido en forma de carta a quien mejor les ha parecido, para pedir cuentas o proponer soluciones o simplemente hablar (para que se escuche) sobre los problemas que aquejan al sector editorial en todas sus posibles variantes. 
No sé si de la lectura de las 27 cartas podría extraerse alguna solución, pero sí sé que es hermoso ver cómo los autores defienden la Literatura con el ardor de una fe que acaso no tiene razón de ser en estos tiempos convulsos y precipitados, en los que los números priman sobre las palabras y las emociones.
Hay reflexiones en algunas cartas que conforman por sí mismas las radiografías perfectas para poner coto (y remedio) a ciertas aberraciones que van pareciendo casi normales, con las costumbres que han ido adquiriendo en los últimos tiempos algunas editoriales, y que están matando o al menos enfermando de gravedad a la Literatura. Me refiero, por ejemplo, a la simplificación de los textos a que obligan a los autores, para que sean más comprensibles y puedan leerse de un tirón -dicen-, como si la necesidad de volverse atrás en un párrafo desalentara al lector. 
Hay tanto que decir sobre tantas ideas y posibilidades que sugieren los textos; tantos sueños que ya están rotos y tantos sueños que están aún por romper.   

viernes, 21 de febrero de 2014

El efecto camaleón




Los sentimientos más básicos: amor, odio, miedo, nos definen y nos conforman como somos; ¿o somos lo que somos por el modo de sentir el amor, el odio o el miedo?




«Le digo que algunas películas me causan inquietud, desasosiego, me desagradan. Me pregunta si soy miedosa. Le digo que sí. Le digo que casi todo me da miedo. Que defina “casi todo”, dice, y yo apenas puedo porque ese “casi” equivale, efectivamente, a reconocer que es “casi todo” lo que me da miedo, y no sé si hay manera de definir esa medida que se utiliza para tratar de acercarse a lo que queremos decir pero no sabemos cuánto nos tenemos que acercar, por eso decimos “casi”, como si quisiéramos dejarlo al albedrío del que escucha, que en realidad deberá traducirnos, y su traducción será más o menos certera en función de lo que nos conozca o nos quiera. Le digo que temo perder lo que tengo: todo, prácticamente, empezando por objetos que me traen recuerdos gratos y me hacen sentir bien (con independencia de que tengan mayor o menor valor monetario), y terminando por la movilidad que me hace valerme por mí misma y vivir con cierta independencia. Ni que decir tiene, aunque lo haya dejado para el final, que me aterra más aún perder a las personas que más me importan y más y mejor me acompañan.
   »Me dice que esa clase de miedos no son nada extraordinario. Me dice que cuanto más mayores nos hacemos, más miedos tenemos y más variados son esos miedos, y que no soy una excepción. Le digo que mis miedos son hasta enfermizos. Le digo que quizá no me estoy expresando bien, al estar refiriéndome a miedos cuando en realidad debería estar hablando de pavores que cuando se me meten en la cabeza me aterran hasta el punto de paralizarme.
   »Él dice que el miedo y el pavor son idénticos en esencia, pero yo eso ya lo sé. Le digo que los sinónimos no lo son porque sí: no se expresa lo mismo diciendo sólo miedo que diciendo pavor, aunque en síntesis vengan a significar algo muy parecido; ni tampoco es lo mismo añadir a la palabra miedo el calificativo cerval. Hay grados y grados.
    »Le digo que las películas me dan mucho miedo cuando en ellas se tratan actos violentos. Las películas que están bien hechas se parecen mucho a la vida, y hasta se explican mejor y se condimentan con más sal que la propia vida. Le explico que algunas veces, después de ver una buena película (le aclaro que cuanto más buena es una película más te crees lo que estás viendo: se siente la pena o alegría de los personajes –que pasan a ser personas automáticamente-, o el dolor o la angustia), me prometo que no la veré otra vez. Él me pregunta por qué no puedo ver una película otra vez, aunque me haya impresionado mucho la primera vez, si la segunda sabré ya que es una ficción y no la confundiré con la vida real. Me dice que puede entender que me impacte una película, pero no que después siga haciéndolo. Yo le digo que los recuerdos de las películas se parecen mucho en mi cabeza a los recuerdos de la vida. Le digo que los recuerdos que no me pertenecen en realidad y nunca me han pertenecido, me afectan como si fueran propios. Él me dice que los recuerdos son sólo recuerdos; que pertenecen al pasado y por tanto ya no van a volver. Yo le digo que lo malo de saber que son hechos pasados que no van a volver es que duelen exactamente igual que si no fueran pasado, y que sentir el pasado como si fuera presente es descorazonador. Le digo que tengo mucho miedo de mis propios miedos. El miedo no deja de ser un estado afectivo enquistado en quien ve ante sí un peligro o ve en algo una causa de padecimiento o molestia.
      »Le digo que tengo miedo de estar sola. Él dice que no es importante que esté sola o no; dice que lo importante es que deje de sufrir. Quiero dejar de sufrir, claro que quiero dejar de sufrir.
    »Me pregunto por qué sufro tanto. Escucho a la gente hablar de penas y angustias, de dolores y preocupaciones, y se me quedan todas esas sensaciones dentro, como si por sentirlas como propias fuera a poder hacer algo por remediar los males de esas personas que no saben gestionar sus padecimientos pero al menos saben contarlos y hacer que los otros se hagan cargo de sus dolencias.
   » El efecto camaleón es la característica de sentir y experimentar emociones similares a las que observamos. Pero nos pueden influir los demás o podemos influir en los demás. Yo creo que a mí siempre me influyen. Él pregunta por qué lo creo. Yo le digo que no lo creo, en realidad lo sé. Le recuerdo que no soporto sentirme sola o saberme distinta y por tanto apartada de lo que se considera normal o aceptable socialmente».







miércoles, 5 de febrero de 2014

No temas a la lluvia







Pues a mí me gusta la lluvia; me gusta mucho la lluvia, y no me importa calarme hasta los huesos


«Pongo en palabras los pensamientos que he tenido, pero no sé si me ha entendido o sólo ha asentido a mi exposición como un espectador que es consciente del valor que tiene para el actor la presencia y la atención, incluso si no comprende bien el mensaje o no le ha interesado demasiado lo que ha visto o escuchado. Si yo misma no sé y no puedo calibrar el alcance de mis contradicciones, cómo podrá hacerlo otra persona, sea cual sea su profesión o su intención. No basta querer algo, desearlo, para además entenderlo. Yo soy muy básica (¿primaria?) en mis sentimientos elementales, pero también soy muy exigente con las intenciones. Las intenciones constituyen la base de la que está hecha la confianza, y la confianza sólo se gana cuando hay verdad. Quizá la verdad esté en la base de las relaciones; quizá la autenticidad sea la materia prima de la que parten los sentimientos, todos los sentimientos, por eso es bueno ser elemental, básico, para crecer hacia lo que es auténtico y puede ramificarse en cientos de matices que abrigan los sentimientos de las personas, y por ende sus comportamientos.


   »Me acostumbré de niña a la protección de una casa con personas que arropaban mis decisiones y me hacían compañía cuando se ponía a llover. Le digo que la lluvia moja más cuando no se tiene costumbre de mojarse. Le digo que el frío es más helador cuando siempre se han tenido mantas para arroparse y de pronto desaparecen. Él me dice que hay que entrenarse para las adversidades. Yo le digo que los niños no saben entrenarse para las adversidades. Le digo que los niños ni siquiera saben que van a tener adversidades o que no van a tenerlas. Él quiere saber por qué empezó a mojarme la lluvia. No sé por qué empezó a mojarme la lluvia, la verdad. Sé que un día se puso a llover y yo acabé calada hasta los huesos».

viernes, 24 de enero de 2014

Salvar, condenar o simplemente aceptar.





Imposible prever todo lo que nos acontezca, ni siquiera los sentimientos que nos desbordan y a veces se desbocan y nos dejan atrás, superados u olvidados. Somos lo que somos y los sentimientos se dan porque sí, casi sin sentido, y no sé si es bueno tanto descontrol. 





«¿El amor es ese sentimiento incondicional que perdura a pesar de todo? Él dice que en cuestión de sentimientos no hay máximas que valgan. A mí, en cualquier caso, me tranquiliza saber que los amores están por encima de los comportamientos; eso quiere decir que existe el amor de verdad, el que no depende de lo que des o te den, ni de lo que hagas o te hagan. El amor es un sentimiento noble que engrandece por definición. Por otro lado, me inquieta saber que puede amarse a alguien despreciable. Él quiere saber qué entiendo yo por despreciable, aparte de suponer, como es lógico, que es alguien que merece deprecio. Yo le digo que despreciable no es sólo alguien que merece desprecio, sino alguien de quien uno se guarda, y me doy cuenta de que cuando se desprecia es porque se han visto comportamientos cuanto menos inadecuados.


»Me quedo callada, pensando. Cómo le digo que quiero a personas que son despreciables por su comportamiento. Me excuso diciéndome que eran ya despreciables cuando yo todavía no lo sabía, y que después, cuando lo supe, sólo me podían pesar las cosas buenas que por mí hicieron, o el modo de tratarme o como me hicieron sentir, logrando siempre que aflorara lo mejor que había en mí. Así, pienso (avergonzada, sin embargo, por mantener mis sentimientos inmutables a pesar de lo que supe después) que si alguien sembró en mi interior amor, bondad, autoestima y afán de superación, no puedo renegar, y aún menos si ya ha pasado al otro lado del espejo. Las personas somos lo que somos por las influencias de quienes nos han acompañado; sin embargo, los acompañantes que hayamos tenido, quizá no han sido buenos siempre y no han sido buenos con todas las personas. ¿Debo ser yo la inquisidora que decide a quién salvar de la quema y a quién no? No soy la guardiana del mundo, no tengo por qué salvar o condenar a nadie; a nadie debo fidelidad absoluta salvo a mí misma y a quien yo decida, al menos en una cuestión tan personal e intransferible como el reparto de las emociones».