jueves, 27 de octubre de 2011

Por qué lloré cuando ETA dijo agur

Cuando ETA dijo agur a las armas lloré. Me imaginé a los millares de vascos caminando por todo el mundo liberados por fin de ese estigma que nos hacía ser a todos sospechosos de perdonar y hasta amparar las tropelías de la banda armada que iba dejando tras de sí un caudaloso reguero de sangre en el que parecían bañarse a diario para olvidar que lo estaban alimentando ellos con sus crímenes.
Parece mentira que nos hayan responsabilizado a todos por lo que hacían unos pocos. Que éramos unos cobardes, escuché decir más de una vez. Vale, puede que fuera así, pero ser cobarde no convierte a nadie en asesino. Supongo, además, que ser cobarde hiere más al propio cobarde (sólo interiormente, es verdad), pero sigue sin convertirlo en asesino. Que éramos cómplices, escuche decir también muchas veces, pero no sé cómo se puede ser cómplice de alguien de quien no conoces su cara y menos sus planes para asesinar. Puede, en cualquier caso, que sí hubiera muchos cómplices que consentían y hasta animaban semejante desatino, pero eso no convierte a los vascos, a todos los vascos, en secuaces de los criminales.
Que imagino a millares de vascos caminando con la cabeza alta, decía al principio, liberados ya de este estigma que nos hacía entrar a todos en el mismo saco de la barbarie, fuéramos cómplices o no lo fuéramos; fuéramos cobardes que agachaban la cabeza o valientes que se la jugaban. Y lo digo con conocimiento de causa, porque a mí también me hicieron creer que consentía la violencia y amparaba el asesinato enmascarado en una lucha armada bastante desigual, por cierto, sobre todo cuando una bomba de la que era imposible defenderse estallaba llevándose por delante a todo bicho viviente que pasara por allí.
Relataré solamente tres situaciones que recordé nada más concer que ETA decía agur a las armas.
La primera que me vino a la cabeza ocurrió durante una fiesta de fin de año, cuando unos amigos me regalaron una muñequita equipada con un bolso en el que se apuntaba claramente el contenido de explosivos, y para complementar el atuendo una coqueta txapelita con las letras ETA bien visibles. Mi reacción de estupor y vergüenza me dejó tan paralizada que las disculpas "por si me había molestado; mujer, pero si era una broma", fueron casi una ofensa aún peor que el regalito en sí.
La segunda ocurrió cuando me disponía a entrar en el Parador de El Saler, donde estaba concentrada la selección española de fútbol y debí mostrar una de las credenciales que portábamos todos los periodistas (la otra iba colgada al cuello) que llevaba pegada en la solapa de la carpeta, junto a una pequeña ikurriña que me habían regalado. Los policías nacionales que custodiaban la garita me hicieron esperar, apartada del grupo de periodistas con el que iba, mientras hacían unas extrañas comprobaciones que no hicieron con ninguno de los otros. Las miradas cargadas de odio que dirigían alternativamente a la ikurriña y a mi persona me hicieron sentir una delincuente de la peor calaña, hasta que mis compañeros, sabedores ya de cuál era mi falta, protestaron por semejante trato y consiguieron que pudiera entrar sin más percances. Me pregunto, no obstante, qué hubiera pasado si yo no hubiera sido una periodista en cumplimiento de su misión informativa, o si entre mis compañeros no hubiera estado José Ángel de la Casa, el entonces narrador de los partidos de la selección en TVE.
La tercera también me ocurrió trabajando, o más exactamente después de trabajar, cuando me disponía a entrar en el vestuario de los árbitros al término de un partido de fútbol que había dirigido Urízar Azpitarte, vasco como yo y viejo conocido. La amabilidad inicial de los policías que custodiaban el acceso a esa zona restringida cuando comprobaron que era yo (yo quiere decir yo: periodista relativamente conocida entonces en Valencia, a quien habían visto montones de veces entrando y saliendo de esa zona, generalmente cargada con el dispositivo inalámbrico que utilizaba para hacer las conexiones con la emisora de radio en la que entonces trabajaba y por tanto nada sospechosa), se tornó desprecio, y me atrevería a decir que odio, cuando supieron que era de Bilbao.
Por eso, cuando supe que ETA decía agur a las armas suspiré, me emocioné, lloré y celebré íntimamente que quizá algún día los vascos dejaremos de estar estigmatizados sólo por el hecho de compartir paisanaje con esta banda de asesinos que se empeñaron en liberarnos del yugo opresor del Estado Español al precio que fuera, quisiéramoslo o no.

martes, 31 de mayo de 2011

La magia de El Camino

La magia es el arte de realizar cosas maravillosas en contra de las leyes naturales por medio de ciertos actos o con la intervención de espíritus. También es el encanto o atractivo particular de alguna cosa que parece fuera de la realidad o hace olvidarse de ella. La magia es más cosas, pero voy a quedarme con estas dos acepciones porque son las que mejor encajan con el sentimiento inexplicable que envuelve a las personas que realizan El Camino de Santiago, algo tan sencillo como caminar solo o en compañía de otros en condiciones a ratos difíciles y a ratos más difíciles todavía: hundiéndose en el fango o empapándose de lluvia; asfixiándose de calor o helándose de frío. Un sufrimiento inútil, si bien se mira (desde fuera). Un sufrimiento además baldío, si se mira mejor. Pero por alguna razón los tramos de ese camino que se transita a pecho descubierto van haciendo mella en el alma de las personas que se empapan de algo más que de lluvia. ¿De qué? Pues no lo sé, nadie lo sabe, sólo puede sentirse, y se siente tanto y es tan intenso lo que se siente que sólo puede tratarse de magia.
Estando en las condiciones más extremas, con las fuerzas gastadas y el corazón agotado, hay un sentimiento inexplicable que impele a seguir caminando como si fuera a llegarse a alguna parte que estuviera más allá de la Catedral de Santiago. Y se llega, ya lo creo que se llega. Se llega al interior de uno mismo, que a cada paso va descubriéndose poseedor de emociones nuevas, sentimientos desconocidos hasta entonces, resistencias desconocidas que acaban vencidas.
Pero la magia va un poco más allá, porque no sólo se siente en las etapas de El Camino, no sólo dura mientras dura la fatigosa marcha: se prende a la garganta como un nudo invisible y ahí se queda ¿para siempre?
Porque sólo un componente mágico puede mantener unidas a un puñado de personas que no se conocían de nada y han acabado sintiendo que forman parte de una comunidad, también cuando al terminar el empeño regresan a sus vidas cotidianas, pero siempre con una parte de su pensamiento enganchado a esa particular congregación que han formado.
¿Por eso se acaba volviendo? ¿Es por la magia?

lunes, 23 de mayo de 2011

Desconcierto

Cada vez entiendo menos y sé menos de casi todo, por eso me manifiesto cada vez menos en lugares públicos. Cuando se produce un acontecimiento de características extraordinarias me pasmo al escuchar de inmediato a casi todo el mundo opinando y sentenciando al respeto, mientras yo rumio ad nauseam si está bien o mal o regular lo que acaba de ocurrir. Así, para cuando me he hecho una opinión somera, aunque siempre discutible, porque no sé nunca si he meditado suficiente o no; si he respetado o no todos los principios y consecuencias de la tal decisión, resulta que otro acontecimiento de características tan extraordinarias como el anterior ha ocurrido y me ha pillado igualmente con el pie cambiado y en la recta final de mi larga digestión.


Por no hablar de la sensibilidad de las personas que leen o escuchan lo que les da la gana cuando se opina de cualquier cosa, y se ofenden con una facilidad pasmosa, sin que sea posible hacerles ver que se pueden tener opiniones dispares sin que por ello se ofenda a quienes las tienen diferentes.


¡Ah! Y ni hablar de hacer visible una molestia por algo que se haya dicho con evidente falta de conocimiento o educación, o se trate de encauzar una opinión sin sentido o falta de lógica, porque entonces es posible verse enzarzado en una discusión interminable que no solo no conduzca a nada bueno, sino que además acabe por derivar en algo dañino que sólo perjudicará al más elevado de pensamiento y por tanto más sensible de los contendientes en la discusión, en tanto las mentes más cerriles son las menos delicadas y por tanto las más entrenadas para las luchas que se dirimen a ras de suelo, esto es, en el barro.


¿Es posible que el mundo sea tan sencillo y sin embargo tan complicado de entender? Pues sí, si así lo parece. Por eso cada vez me expongo menos a las opiniones ajenas, a no ser que lo que tenga que decir tenga que decírmelo a mí fundamentalmente, no sea que alguien se ofenda y me llene el receptor de mensajes de opiniones que no siempre entiendo y de los que generalmente no me sé defender.

lunes, 17 de enero de 2011

El reloj

Me senté bajo el mandarino a esperar la Muerte, pero la Muerte no acudió a la cita. Es una lástima, con lo bien preparada que estaba: recién duchada, con el pelo limpio y el mejor de mis relojes puesto. Había gente plantando un limonero en el jardín de al lado y un grupo de jóvenes alborotaban en la terraza del bar más cercano. Los pájaros estaban felices con el día primaveral que les había salido en pleno mes de enero, sin una pizca de viento que pudiera entorpecer sus apacibles vuelos. Mi mente estaba despejada y mi corazón limpio y gozoso. Seguro que estas y otras razones parecidas hacían que mi rostro estuviera sonriente, por tanto la muerte no me hubiera encontrado crispada o desesperada, así que hubiera resultado un bonito cadáver, como lo son todos a quienes aman los dioses. Ni siquiera había estado atenta a las noticias de la radio o leído todavía el periódico, sólo escuchado música, pero esa clase de música que tengo grabada aleatoria y caóticamente en un almacenador de ésos que la van soltando sin pausa, una canción detrás de otra, con la seguridad de que los primeros compases me traerán la letras sabidas que yo cantaré automáticamente en voz alta como me gusta hacer cuando no tengo preocupaciones inminentes.



Era un buen día, sí, porque con el alma tan henchida de felicidad no hubiera tenido dificultades en franquear las puertas del Paraíso, que dicen que es un lugar más aburrido que el Infierno, pero yo lo prefiero, segura de que allí habrá más tranquilidad, no tanto ajetreo como sin duda habrá en ese lugar destinado a los más díscolos... Ay! olvidé que el Infierno ya no existe. ¿Y el Cielo? ¿Existirá el Cielo? Bueno, es igual. En realidad lo más importante de todo era que llevaba puesto el mejor de mis relojes.



A mí lo del reloj me parece muy importante. Me gustan mucho los relojes. No tanto porque deban ser excesivamente caros o indebidamente lujosos como porque sean sólidos y de una calidad razonable; no necesariamente con adornos desmedidos; sólo deben ser fiables y con apariencia de consistencia y arraigo. Me acostumbré a los buenos relojes cuando me padre me regaló el primero siendo una niña demasiado pequeña para llevar aquella pieza extraordinaria para mis pocos años, con la esfera ligeramente ovalada de color gris, de una marca suiza que desde entonces se convirtió en una de mis favoritas. Desgraciadamente duró poco aquel reloj que muy pronto sufrió una pedrada y a partir de ahí empezó a peregrinar por talleres de relojeros que no sabían cómo tratarlo, hasta que murió y aún así lo conservé guardado en un cajón donde estuvo mucho tiempo, también después de que me marchara de casa para buscarme la vida.



Por eso estaba satisfecha pensando que si la Muerte me hubiera llegado en ese estado de beatitud y tranquilidad, además me hubiera encontrado preparada: con el mejor de mis relojes puesto, así podría quedárselo alguno de mis familiares más cercanos, supongo que mi hijo, que es algo que suele hacerse con los relojes de las personas, que se regalan a los deudos más próximos al muerto, como si ese objeto fuera lo más auténtico y certero que puede legar alguien que fallece a quien le sucede. Quizá es un símbolo adaptado de alguna película; quizá lo he leído en alguna novela; quizá sólo se trata del recuerdo que tengo del día que mi abuela le regaló a mi hermano el reloj de mi abuelo, un reloj de bolsillo que mis padres le habían regalado unos años atrás; se lo trajeron del mismo lugar del que trajeron el mío, aquel primero e inadecuado que ya no existe físicamente, pero que en mi memoria es imborrable.



La realidad es que no quiero que me pase como a mi padre, que murió en la calle, solo, sin que nadie lo esperara, llevando puesto un reloj muy barato, de una calidad ínfima, con los dorados de la esfera descoloridos, sin nada que mereciera la pena en él, salvo el escudo del Athletic que tiene justo donde se juntan las saetas, donde ni más arriba ni más abajo hay una triste marca, por desconocida o falsa que sea, que mitigue la pena que siento cuando lo recuerdo, y sobre todo me consuele de escuchar a mi madre mientras se lo tendía a mi hijo para que lo conservara: "No es bueno, pero es lo que llevaba puesto". Claro, no tenía otro. Pero no siempre fue así. En otro tiempo llevaba buenos relojes y regalaba buenos relojes. Para él era importante poseer un objeto perdurable y consistente, como si creyera que la durabilidad y consistencia de un reloj simbolizara el arraigo inquebrantable, la permanencia en el recuerdo.



Cómo no me di cuenta de la clase de reloj que llevaba, tan modesto, cuando estuvimos juntos por última vez, durante las Navidades que precedieron al fin de año que resultó ser el de su muerte. Cómo no se me ocurrió mirarlo mejor, por dentro y por fuera; por dentro para ver que estaba dejándose morir porque ya no parecía querer vivir (le pesaba la vida, sí, y eso sí lo vi, pero no lo interpreté adecuadamente), y por fuera para ver que ni siquiera los símbolos de lo que para él merecían la pena lo acompañaban ya.



Fue una lástima, sí, que la Muerte no acudiera a la cita. Quién sabe cuándo acudirá a mi encuentro, y si cuando lo haga me halla con el mejor de mis relojes puesto. Pero quizá ocurra algo aún mejor: que el reloj que lleve en esa ocasión sea uno muy especial que también me regaló mi padre, éste siendo ya adulta, y tiene más valor porque le había pertenecido y me lo había dado y por tanto renunciado a él porque sabía lo mucho que me gustaba. Así mi hijo podrá tener un objeto que representa mejor que cualquier otro el arraigo y la pertenencia a un lugar, a una familia, a un recuerdo.