lunes, 21 de mayo de 2018

Quemados por el sol 10



Ser insignificante es otra forma de ser prescindible. Quienes te ignoran te hacen sentir insignificante.  
Imagen relacionadaMe dijo que él no supo que ella estaba allí. A lo mejor me quería decir que le resultó insignificante. O que no le prestó la atención que ella hubiese deseado. Ser importante para alguien, contar para alguien, ese deseo que no se ve satisfecho casi nunca. 
—A lo mejor después, al cabo del tiempo —le dije—, sí la consideró, ¿no?
—No, ni hablar —dijo con más aplomo.
—No puede ser. En un pueblo tan pequeño, según me dice.
—Pues ni así. Era un pueblo muy pequeño, en efecto, y por eso era obligado que nos cruzáramos en la calle, que nos juntáramos en los bailes a los que acudíamos, esas verbenas que se celebraban en las fiestas patronales —rememoró sin poder evitar cierta emoción, a pesar de la distancia que pretendía poner con sus palabras y en absoluto logró—. Ya por entonces, coincidiendo con los años de nuestra incipiente adolescencia, empezábamos a juntarnos chicos y chicas. Parece una tontería recordarlo al cabo del tiempo, pero entonces empezamos a perder el miedo que tenían nuestras madres y nuestras abuelas al contacto con los chicos, que eran tan extraños para ellas, casi demonios, y estaban tan lejanos de sus mundos, tanto que no se acercaban hasta el momento mismo de casarse.
—Antes lo harían, supongo, durante el noviazgo —dije.
—Eso es lo que tú te crees. Eso es lo que tendría que haber sido, pero no era. Cuando digo que no se acercaban hasta el momento mismo del matrimonio, es que no se acercaban hasta el momento mismo del matrimonio, a no ser que la novia fuera alguna fresca, como era el caso de mi madre, eso decían, que era una fresca, por no decir otras cosas que me duelen más. Las frescas, ya sabes, permitían demasiadas libertades, y cuando una moza permitía demasiadas libertades ocurría que los mozos se aprovechaban de ella y la dejaban tirada, ya estaba usada, ya no servía para nada, ya no era necesario casarse.
—Me estaba hablando de él —traté de reconducir su relato, que se le iba por vericuetos que la sacaban del orden y además la entristecían.
—Sí, sí, es verdad —pareció recuperar el orden que se le había extraviado—. Te decía que él nunca me miró como yo deseaba que lo hiciera. Creo que me veía ridícula y extraña, con ese carácter mío que era tan taciturno, con esa tristeza que se me había acumulado tan adentro, que se me había ido macerando desde que era muy pequeña y me había sentido tan despreciada y juzgada por lo que le había pasado a mi madre.
—No tenían por qué despreciarla a usted. Tampoco tenían que haber despreciado a su madre.
—No tenían, no tenían... ¡Pues claro que no tenían, pero lo hacían!
—Esos tiempos —dije por decir, sin saber muy bien qué decir.
—Malditos sean aquellos tiempos.
Cerró los ojos. Quizá quería maldecir con más ahínco aquellos tiempos que aún aborrecía en su memoria.
—Algo bueno tendrían.
—Tenían —dijo— que todo estaba por hacer, pero nada de lo que estaba por hacer podía hacerlo yo, no me estaba permitido.
—Todos podemos hacer algo en algún momento —insistí, para consolarla.
—Lo que le había pasado a mi madre me dificultaba llevar una vida normal. Y aún así me enamoré como una idiota —sonrió con picardía—. Creo que me enamoré de él enseguida, desde que lo vi emerger del agua y en su cuerpo tan fino y delicado, tan blanco, no había ni rastro de la tosquedad que adornaba a los otros chicos que yo conocía, tan morenos, casi ennegrecidos por el sol abrasador de la hora de la siesta, cuando en el pueblo los mayores dormitaban y los niños nos entreteníamos vagando por las calles polvorientas y casi deshabitadas, silenciosas, llenas de una luz cegadora que nos hacía estar a todos quemados por el sol de forma permanente.
—¿Y él, hermana?
—¿Él? Él nada, hija mía. Él tonteaba con unas y con otras y yo me moría de pena cada vez que veía sus devaneos. Cada uno de sus bailes con las otras se me hacía un tormento, y a pesar de todo soñaba con que algún día me sacaría a mí a bailar, y entonces se operaría el milagro y me vería mucho mejor de lo que era, tan guapa como hubiera querido ser para poder gustarle.
—¿Tan guapa como hubiera querido ser? ¿Por qué quería ser guapa para gustarle a un chico?
—Entonces es lo que valía. ¿Crees que los chicos hablaban con las chicas para descubrir su inteligencia? No lo hacían, ni se molestaban. Primero elegían a la más guapa, a la más desenvuelta, y después se interesaban por si sabían lavar, coser, guisar y hacer cualquiera de las tareas de la casa. 
—Antes me ha dicho que ya empezaban a ir juntos, en pandilla, así que se conocían, se valoraban, supongo.
—Nos toleraban, más bien. He dicho que las chicas dejamos de temer el contacto con los chicos, no que ellos nos consideraran como iguales ni mucho menos nos respetaran.
Como si con el correr del tiempo se hubiese progresado mucho en ese sentido, pensé, pero me callé el estado de la situación que a veces no sé cómo abordar, cómo explicar, cómo hacer entender a quienes a estas alturas de la película (da igual que sean hombres o mujeres, jóvenes o mayores) siguen sin ser conscientes de que ha evolucionado más bien poco, casi nada en el fondo, aunque en la superficie lo parezca, si obviamos las noticias cada vez más frecuentes y desesperanzadoras sobre el maltrato cada vez más generalizado y casi normalizado, por eso sólo dije: 
—Así que nunca la sacó a bailar.
—Cuando me marché ni siquiera me había rozado una mano. 
—Cuando se marchó.
—Sí, me marché a Madrid con mi tía, que había encontrado colocación en una casa muy buena para servir.
—Una oportunidad para dejar atrás aquel mundo, ¿no?
—Y para encontrar un mundo nuevo que se me caía encima.
—En un mundo nuevo todo es posible.
—O imposible.