martes, 6 de junio de 2017

Quemados por el sol. 8



La culpa es siempre de las mujeres. Las mujeres se dejan, consienten, asienten, provocan, muchas veces incitan o invitan. Eso decían antes, yo lo sé, pero aún es más doloroso que lo sigan diciendo ahora para justificar alguna tropelía. Abundan las tropelías todavía, no avanzan tanto como debieran los derechos elementales de las mujeres; el respeto que merecen de los hombres (y de las propias mujeres) amenaza con no llegar a ser nunca suficiente, incluso algunos creen que ya es innecesario y otros excesivo por proteccionista o conmiserativo. Las tropelías son más que trastadas, más que jugarretas o pillerías; las trastadas son muchas veces verdaderos dramas que sólo aciertan a comprender las otras mujeres que se han visto igualmente tratadas y por eso se ven retratadas.      
Durante mucho tiempo no supo su nombre, el nombre del padre. El padre exculpado, exonerado, libre de cualquier responsabilidad: no había ninguna consecuencia para él, que una vez saciado el apetito se podía retirar de la mesa y dejar los despojos para que alguien los aprovechara si podía (si tenía estómago suficiente como para entrar en un lugar que ya había pisado alguien antes: lo había mancillado) o los barriera para que no se quedaran expuestos, a la intemperie. Ay los despojos, que no son siempre objetos desechables, sino a veces seres humanos que sufren y padecen. Se me figuró la religiosa que un día fue niña mientras las otras niñas se envalentonaban y la insultaban aludiendo a su condición de hija de moza como si fuera un delito que resulta que en aquel lugar lo era; un delito del que la madre era la única culpable que pasaba el sambenito a la hija in saecula saeculorum. Valiente herencia le dejó. Un pecado. Los pecados también se heredaban.
—No me diga nada más, hermana, me hago cargo —le rogué, pero no me hacía cargo de nada, ni entendía nada, sólo quería que dejara de contarme aquellos desatinos que enervaban mi alma y me enfurecían hasta límites que me negaba a reconocer.
—¡Qué te vas a hacer cargo! Tú no sabes nada. Tú no sabes lo que es que nadie te haga caso. No sabes lo que es vivir en la grisura absoluta y sin esperanzas de salir de ella. Lo peor de todo es la falta de esperanza. Hasta que llegó él —sonrió entonces como si estuviera alelada— y se hizo una luz que me cegó como si de su destello dependiera seguir adelante o quedarme para siempre en aquella nada oscura.
Me indignó aquel recuerdo, lo confieso, que llevaba implícita la realidad de la mujer supeditada a que un hombre la rescatara. Pero no podía impedirle que siguiera hablando. Debo reconocer, además, que tampoco tenía mucho sentido hacerlo: se hubiera parecido a la prohibición de recordar, y para ella recordar era sinónimo de vivir, aunque fuera en aquella agonía en la que parecía desear recrearse a falta de la esperanza que escaseaba ya en su débil corazón.
—Estaba en la orilla del río. Acababa de bañarme. El río era entonces una bañera comunal, cuando aún no había cuartos de baño y ni siquiera disponíamos de agua corriente en las casas. Había que acarrear cántaros de agua desde la fuente más cercana.
—Entonces había cerca alguna fuente.
—¿Cerca? ¿Cómo de cerca?
—No lo sé, usted ha dicho que acarreaban agua desde la fuente más cercana.
—Más cercana no quiere decir cerca. Algunos tendrían cerca alguna de las dos fuentes que había, pero otros no tanto, y algunos muy lejos. Imagínate, llenar un balde a base de cántaros que acarreas primero y después calientas en el fuego.
Cómo podía imaginar algo así, pero le dije que sí, que lo imaginaba. No podía imaginarme casi nada de lo que me decía.