jueves, 21 de febrero de 2013

Donde todo empezó.



He aprendido a justificar cada debilidad que me encuentro en el camino, venga de quien venga; ser débil es más normal que ser fuerte, porque es más fácil: esconderse cuando se escucha un estruendo es más sencillo que salir al encuentro de lo ignorado.

'Las personas que más me querían cuando era niña están muertas, lo cual es una gran putada. Tener que echar siempre la vista (la memoria, más bien) atrás para sentirme bien es una gran putada. Él dice que también ahora hay gente que me quiere, así que no tengo por qué echar siempre la vista, o la memoria, atrás. Yo digo si será porque todo es siempre lo que ha sido en el principio, aunque pase el tiempo, que uno es la continuación de lo que empezó a hacerse y a fraguarse en algún momento, el resultado o consecuencia de una evolución. Quizás, admite. Le digo que no me basta con la gente que me quiere, que a mis ojos nunca son bastantes ni me quieren suficiente. Él dice que hay que apreciar lo que se tiene y recrearse en lo que está bien. Yo le digo que lo hago, apreciarlo, pero que parece pesar más (todavía) la antipatía, la rabia, la falta de cariño, los desprecios. Le digo, además, que no me puedo liberar de esos sentimientos negativos que me lastran irremediablemente. Incluso me planteo hacerle una pregunta que me parece durísima de formular. Es fácil convenir que si tan dura es, mejor sería ni plantearla siquiera, pero no puede mentirse a sí mismo quien quiere llegar al fondo de su ser, allí donde se cuece lo que es y lo que piensa y lo que siente y lo que opina… Allí donde todo empezó. Así que me quedo pensando si debo consultarle acerca de un deseo que tengo, que me parece terrible y liberador al mismo tiempo. Me pregunto por dentro, todavía para mí y por tanto aún sin palabras, si puede una persona de bien desear la muerte de otra persona, pero no desear su muerte para hacerle daño o eliminarla por motivos oscuros o aviesos. No sé cómo se explica que alguien quiera quitar del medio (que se quite, o más bien se aparte, por tanto sin intervenir necesariamente, mejor si es accidental, y aún mejor si es tan natural como el desarrollo de la vida) a alguien a quien no se le desea un mal objetivo o concreto. Las palabras que suenan en mi pensamiento no terminan de redondear lo que en verdad quiero decir. Es que no se trata de esa persona, sino de mí y mi beneficio, pero no un beneficio social o económico, por ejemplo, sino de otra clase, mucho más importante y necesario, tanto como que mi salud mental y mi equilibrio emocional dependen de ello. Es desear que se aparte del camino un escollo que no me deja prosperar. Es desear que el árbol retorcido que interrumpe la circulación desaparezca de la carretera, aunque duela mucho dejar de verlo por su belleza, por su tronco sólido, sus ramas frondosas. Se puede rodear al árbol, podrá decirse, si es tan hermoso y cuesta tanto sacrificarlo, pero resulta que no hay otra solución: es talar el árbol, matarlo, eliminarlo o detenerse delante y quedarse allí languideciendo indefinidamente porque su presencia no permite el paso y por tanto el avance.
  ¿Quién le gustaría que muriera?, me pregunta al fin, cuando yo consigo articular algunas palabras que de algún modo dan a entender todos esos pensamientos que he elaborado en mi interior, mucho más sólidos cuando aún no habían abordado esa atrocidad que me rondaba por la cabeza.
  Me preguntó quién quería que muriese y me quedé callada, como pillada in fraganti en una falta terrible e inconfesable capaz de definir por sí misma la naturaleza de una persona que de pronto se reconoce y no quiere reconocerse porque no le gusta lo que ve, y mucho menos quiere que nadie más la reconozca. Yo no podía decir en voz alta quién quería que muriera. Él me alentó e incitó, justificando que lo que uno piensa es liberador, en absoluto un delito y ni siquiera una falta, sino un deseo que no está reñido con la normalidad de quien lo desea; que no se trata de una necesidad de que se haga realidad aquello que se piensa, sino simplemente una fantasía que se expresa y no va más allá del pensamiento, pero que define alguna clase de tormento que se esté viviendo. Entonces me sentí aliviada, no sé si también perdonada y liberada, así que se lo dije, al fin...'


  Se lo dijo, en efecto, pero yo no estoy autorizada para ir tan lejos en las revelaciones cuyos pasajes me asustan algunas veces y me hacen pensar en la conveniencia de seguir exponiéndolas o encerrarlas en su "Carpeta roja" para siempre jamás.

viernes, 8 de febrero de 2013

Crecer en el rencor





Repasando "La carpeta roja" me he encontrado con un ejemplo de cómo el amor y el desamor pueden componer y sustentar una manera de ser y perpetuarla en el tiempo hasta hacerla crónica e inmarcesible.

"Le hablo de las amistades o simples “conocimientos” que se alejan al cabo del tiempo, que degeneran inexplicablemente o se enfrían sin remedio. Le digo que el primer encuentro desenvuelto que suele darse al principio de todo, cuando todo está por saberse y además parece tan fácil decírselo todo, que es tan acogedor e invita a seguir, se desvanece muy pronto, y que entonces aumenta la distancia. El desgaste, la huída de las personas que dejan de ser empáticas y cercanas, ¿qué ven (en mí)? ¿Qué dejan de ver? Quizá se trata de una combinación de ambas posibilidades: lo visto o sólo vislumbrado, y lo supuesto que no se ve ni se vislumbra pero que parece tan presente como si estuviera ahí mismo. Me aventuro más: ¿verán, quizá, mi infelicidad constante, mi insatisfacción, que parece contagiosa, mi descontento casi con todo y con casi todos? Entonces él dice: pero si lo que más aprecia usted es la soledad, que la dejen tranquila; y yo: claro, pero algunas veces tengo remansos de una cierta felicidad, de una casi alegría, y me gustaría acercarme entonces a las personas que tengo más a mano, aunque sólo sea para hacerles saber que mi melancolía no es perenne, pero las reacciones de esas personas son de un desagrado tan patente que me tengo que volver de vacío al refugio de mi caparazón. Después de todo, le digo cuando veo su mirada de tristeza, casi como si se conmoviera con mi infelicidad, se trata de un dolor más de los muchos dolores que se añaden a mi corazón.
  'Cuando los cimientos de una casa están mal puestos, lo normal es que la construcción se resienta al cabo del tiempo, algo así como si una tara impidiera que una persona o un animal se desarrollaran satisfactoriamente. También esos cimientos que sirven para sostener una construcción, pueden servir para encauzar sentimientos y apuntalar la personalidad que llevaremos el resto de nuestras vidas, desde el mismo momento de nacer. Él dice que siempre hay tiempo para la reacción, y yo supongo que quiere decir que en cualquier momento puede uno hacerse el ánimo de apuntalar lo que esté mal construido o amenace ruina directamente. Le digo que no discuto que pueda hacerse, pero para reaccionar y caminar y actuar se requieren fuerzas que quizá se han agotado en ese combate que se libró para dilucidar si convenía pelear por la victoria o se dejaba uno vencer. Y que quien en algún momento ganó pudo conservar la inercia que lo llevó a la victoria, mientras que quien perdió y mordió el polvo necesitó más tiempo para la recuperación.
  'Hablo y hablo, pero no quiero hablar siempre. Él dice que no hable, si no quiero hacerlo. Le digo que muchas veces hablo para coger carrerilla, para no disparar sin avisar. Soy dura, ácida, poco amable, me lo ha recordado siempre mi familia, que ya desde que era muy pequeña me llamaba rara y antipática, y algunas veces estúpida. Él dice que no lo entiende, que no ve nada en mí que corrobore esas afirmaciones. Yo le digo que así tenía que ser, si así me lo decían. Son mis familiares más directos, las personas que guardan en su recuerdo la memoria de lo que fui, así que debían quererme; son quienes definen mi comportamiento, mi forma de ser, así que se trata de un hecho que no debería admitir discusiones o discrepancias. Él dice que por qué no pueden ser susceptibles de desacuerdos ciertas opiniones, que lo importante soy yo, lo que soy y lo que ve en mí, y no esas opiniones tan alejadas en el tiempo expresadas por personas que no conoce pero que por qué no iban a estar equivocadas. Me pregunta si todos mis familiares opinaban lo mismo. Le digo que no. Le digo que mi abuelo siempre me decía que yo era la más noble y buena de todos sus nietos, la que tenía el corazón más grande. Él hace un gesto de sorpresa. Añado algo más: que el tío que me crió decía que yo era una niña muy especial. Se repite el gesto de sorpresa, y me pregunta si el hecho de que al menos dos personas, además tan cercanas a mí, tuvieran esa opinión que me manifestaban sin reparos, no me hace dudar de las opiniones y consideraciones de todos los demás. Reconozco que sí, que lo he pensado y repensado, y que tanto pensamiento me ha hecho dudar. Él dice que el hecho de haber dudado indica que hay algo más en mí que desilusión y dolor. Dice que también hay amor, el amor de esas pocas personas que me quisieron sin fisuras".