viernes, 21 de febrero de 2014

El efecto camaleón




Los sentimientos más básicos: amor, odio, miedo, nos definen y nos conforman como somos; ¿o somos lo que somos por el modo de sentir el amor, el odio o el miedo?




«Le digo que algunas películas me causan inquietud, desasosiego, me desagradan. Me pregunta si soy miedosa. Le digo que sí. Le digo que casi todo me da miedo. Que defina “casi todo”, dice, y yo apenas puedo porque ese “casi” equivale, efectivamente, a reconocer que es “casi todo” lo que me da miedo, y no sé si hay manera de definir esa medida que se utiliza para tratar de acercarse a lo que queremos decir pero no sabemos cuánto nos tenemos que acercar, por eso decimos “casi”, como si quisiéramos dejarlo al albedrío del que escucha, que en realidad deberá traducirnos, y su traducción será más o menos certera en función de lo que nos conozca o nos quiera. Le digo que temo perder lo que tengo: todo, prácticamente, empezando por objetos que me traen recuerdos gratos y me hacen sentir bien (con independencia de que tengan mayor o menor valor monetario), y terminando por la movilidad que me hace valerme por mí misma y vivir con cierta independencia. Ni que decir tiene, aunque lo haya dejado para el final, que me aterra más aún perder a las personas que más me importan y más y mejor me acompañan.
   »Me dice que esa clase de miedos no son nada extraordinario. Me dice que cuanto más mayores nos hacemos, más miedos tenemos y más variados son esos miedos, y que no soy una excepción. Le digo que mis miedos son hasta enfermizos. Le digo que quizá no me estoy expresando bien, al estar refiriéndome a miedos cuando en realidad debería estar hablando de pavores que cuando se me meten en la cabeza me aterran hasta el punto de paralizarme.
   »Él dice que el miedo y el pavor son idénticos en esencia, pero yo eso ya lo sé. Le digo que los sinónimos no lo son porque sí: no se expresa lo mismo diciendo sólo miedo que diciendo pavor, aunque en síntesis vengan a significar algo muy parecido; ni tampoco es lo mismo añadir a la palabra miedo el calificativo cerval. Hay grados y grados.
    »Le digo que las películas me dan mucho miedo cuando en ellas se tratan actos violentos. Las películas que están bien hechas se parecen mucho a la vida, y hasta se explican mejor y se condimentan con más sal que la propia vida. Le explico que algunas veces, después de ver una buena película (le aclaro que cuanto más buena es una película más te crees lo que estás viendo: se siente la pena o alegría de los personajes –que pasan a ser personas automáticamente-, o el dolor o la angustia), me prometo que no la veré otra vez. Él me pregunta por qué no puedo ver una película otra vez, aunque me haya impresionado mucho la primera vez, si la segunda sabré ya que es una ficción y no la confundiré con la vida real. Me dice que puede entender que me impacte una película, pero no que después siga haciéndolo. Yo le digo que los recuerdos de las películas se parecen mucho en mi cabeza a los recuerdos de la vida. Le digo que los recuerdos que no me pertenecen en realidad y nunca me han pertenecido, me afectan como si fueran propios. Él me dice que los recuerdos son sólo recuerdos; que pertenecen al pasado y por tanto ya no van a volver. Yo le digo que lo malo de saber que son hechos pasados que no van a volver es que duelen exactamente igual que si no fueran pasado, y que sentir el pasado como si fuera presente es descorazonador. Le digo que tengo mucho miedo de mis propios miedos. El miedo no deja de ser un estado afectivo enquistado en quien ve ante sí un peligro o ve en algo una causa de padecimiento o molestia.
      »Le digo que tengo miedo de estar sola. Él dice que no es importante que esté sola o no; dice que lo importante es que deje de sufrir. Quiero dejar de sufrir, claro que quiero dejar de sufrir.
    »Me pregunto por qué sufro tanto. Escucho a la gente hablar de penas y angustias, de dolores y preocupaciones, y se me quedan todas esas sensaciones dentro, como si por sentirlas como propias fuera a poder hacer algo por remediar los males de esas personas que no saben gestionar sus padecimientos pero al menos saben contarlos y hacer que los otros se hagan cargo de sus dolencias.
   » El efecto camaleón es la característica de sentir y experimentar emociones similares a las que observamos. Pero nos pueden influir los demás o podemos influir en los demás. Yo creo que a mí siempre me influyen. Él pregunta por qué lo creo. Yo le digo que no lo creo, en realidad lo sé. Le recuerdo que no soporto sentirme sola o saberme distinta y por tanto apartada de lo que se considera normal o aceptable socialmente».







miércoles, 5 de febrero de 2014

No temas a la lluvia







Pues a mí me gusta la lluvia; me gusta mucho la lluvia, y no me importa calarme hasta los huesos


«Pongo en palabras los pensamientos que he tenido, pero no sé si me ha entendido o sólo ha asentido a mi exposición como un espectador que es consciente del valor que tiene para el actor la presencia y la atención, incluso si no comprende bien el mensaje o no le ha interesado demasiado lo que ha visto o escuchado. Si yo misma no sé y no puedo calibrar el alcance de mis contradicciones, cómo podrá hacerlo otra persona, sea cual sea su profesión o su intención. No basta querer algo, desearlo, para además entenderlo. Yo soy muy básica (¿primaria?) en mis sentimientos elementales, pero también soy muy exigente con las intenciones. Las intenciones constituyen la base de la que está hecha la confianza, y la confianza sólo se gana cuando hay verdad. Quizá la verdad esté en la base de las relaciones; quizá la autenticidad sea la materia prima de la que parten los sentimientos, todos los sentimientos, por eso es bueno ser elemental, básico, para crecer hacia lo que es auténtico y puede ramificarse en cientos de matices que abrigan los sentimientos de las personas, y por ende sus comportamientos.


   »Me acostumbré de niña a la protección de una casa con personas que arropaban mis decisiones y me hacían compañía cuando se ponía a llover. Le digo que la lluvia moja más cuando no se tiene costumbre de mojarse. Le digo que el frío es más helador cuando siempre se han tenido mantas para arroparse y de pronto desaparecen. Él me dice que hay que entrenarse para las adversidades. Yo le digo que los niños no saben entrenarse para las adversidades. Le digo que los niños ni siquiera saben que van a tener adversidades o que no van a tenerlas. Él quiere saber por qué empezó a mojarme la lluvia. No sé por qué empezó a mojarme la lluvia, la verdad. Sé que un día se puso a llover y yo acabé calada hasta los huesos».