viernes, 9 de septiembre de 2016

Quemados por el sol. 3







La madre superiora claudicó cuando empezó a temer, ella también, por la vida de la monja que se estaba dejando morir sin que nadie supiera por qué, y probablemente no lo hubiéramos llegado a saber de no mediar mi interés en averiguarlo.
No lo hubiera sabido yo. Sólo yo conocí las circunstancias que se dieron para influir de tal modo en su estado de ánimo. El resto de la congregación a la que todavía no pertenecía, y a la que por tanto no debía la obediencia absoluta que le debería después, cuando ya fuera una de ellas de pleno derecho, sólo conoció una parte muy pequeña de la razón que había derrotado a la monja y la postró en cama mucho antes de que llegara su hora, si en efecto las horas finales de las personas llegan con un orden predestinado.
Creía que le debía el silencio que guardé, por eso callé.
El médico que la atendió, un hombre de mediana edad, muy alto, desgarbado y cargado de hombros, con el pelo canoso y ralo, que debió ser rubio en sus años más jóvenes, me dijo que tenía un cáncer, pero que no corría peligro inminente si recibía el tratamiento adecuado.
«El tratamiento adecuado», dijo. Pensé en cuál sería el tratamiento adecuado, el que el médico consideraba el tratamiento adecuado. El médico que extrañó que la monja no volviera por allí, pero no hizo nada por averiguar por qué no había vuelto, ni qué sería de ella si en efecto no volvía para someterse al tratamiento adecuado.