miércoles, 2 de junio de 2010

Otro Camino de Swann

Salí para hacer el Camino de Santiago y acabé convergiendo con el Camino de Swann, y así como Marcel Proust se valió de una humilde magdalena para orquestar una de las obras más célebres de la literatura universal, yo vertebré mi aprendizaje en torno a unas rozaduras que fueron saliéndome paulatinamente y acabaron convirtiéndose en dolorosas llagas que mermaron mis fuerzas, obligándome a un aprendizaje con el no contaba al salir de casa.
El ser humano tiende a creer que se sabe a sí mismo y se conoce de memoria al cabo del tiempo: más edad equivale a más seguridad; y también a más empecinamiento y obstinación, cuando no directamente a una soberbia incurable. Llegamos a un punto en el que parece que nada puede hacer variar la concepción que poseemos de nosotros mismos y del mundo que tenemos más a mano y que nos es, por tanto, más cercano; que las sorpresas que tengan que venir lo harán necesariamente del exterior.
¿Se conoce en verdad tanto el ser humano como para no necesitar conocerse más al cabo de haber realizado una singladura razonablemente larga? Yo digo que no, y para ello basta que se den unas circunstancias que nos saquen de la seguridad en que habitamos, de las protecciones que nos cobijan cuando se hace de noche y no hay referencias a las que asirnos.
Es largo y difícil el viaje al interior de uno mismo. Deber admitir que no sirve nada de cuanto hemos acuñado porque todo el decorado en el que nos movíamos ha cambiado en el espacio que va de una estación de autobús a otra (y no tiene que estar demasiado alejada: basta con atravesar la cornisa Cantábrica de este a oeste) es un ejercicio de humildad que echa por tierra muchas seguridades que admitíamos como naturales e irrefutables.
Así, cuando me ví en Lugo después de haber pasado una noche entera en un autobús que me llevó desde Bilbao, y sentí que estaba al albur de unas circunstancias que yo no controlaba, empecé a dudar de la conveniencia de haber emprendido esa aventura. ¿Qué aventura?: hacer un tramo del Camino de Santiago suponiendo que andar y andar sería coser y cantar. ¿Cómo iba yo a sufrir, después de no sé cuántos años corriendo prácticamente a diario, de ir al gimnasio, de vivir activamente...? Era impensable que no fuera yo a dar un ejemplo de capacidad sin límite.
De hecho el primer día me comporté como se esperaba de mí; como yo esperaba de mí misma: caminando con los más rápidos, devorando metros y más metros a una velocidad excesiva para los fines del Camino, pero sin saber entonces que esa velocidad excesiva no conduce a ningún lugar: sólo a la meta, que no tiene sentido si no se ha pensado suficientemente en ella. Nadie nos dijo que había que mirar a ambos lados, y al cielo, y al suelo... pero sobre todo a nuestro corazón, y al corazón no hay que perseguirlo ni alcanzarlo; ya lo llevamos dentro, ¿por qué, entonces, perseguirlo? Dejémosle reposar, hablar, callar... Dejémosle que haga, en fin, lo que más le plazca.
¿Hablé de Lugo, verdad? Sí, Lugo, la ciudad en la que me recogería un autobús que llegaba de Madrid, cargado con 30 de las 60 personas que formaríamos uno de los dos grupos que haríamos el Camino por lugares diferentes: los del Camino Primitivo; el otro grupo haría el Camino Francés, mucho más transitado, más corto, más sencillo. Lugo, la ciudad que había visitado en otras circunstancias, más abierta entonces a mis ojos porque el motivo de mi estancia fue más lógico, más razonable para mis intereses. Entonces no era una persona anónima caminando por sus calles como cualquiera de las otras personas que conmigo se cruzaban; entonces yo tenía un objetivo bien distinto, más elevado, más ambicioso.
Entré en la Catedral y me sentí perdida entre las personas que rezaban fervorosamente delante de un Cristo crucificado, o de una virgen que después supe que era la Virgen de los Ojos Grandes o de una reliquia tan importante para ellos que llegó a desplazar en el Altar Mayor a cualquier deidad reconocible: creo recordar que esa cruz recibe el nombre de Santísimo Sacramento.
Nada que ver, sin embargo, con lo perdida que me hallé cuando subí al autobús y me sentí el centro de un montón de miradas que no parecían mirar a las otras tres personas que subieron conmigo y a las que había conocido minutos antes mientras esperaba en la estación. Tal era mi estado de inseguridad: creer que sólo yo atraía aquellas miradas que me imagino que mirarían por igual a unos y a otros...
Podría seguir contando, recordando, y quizá lo haga o quizá no, a saber. Seguramente lo haré, pero quién sabe lo que me pasará mañana por la mente, tan llena estos días de sensaciones y sentimientos cuando ya creía que los conocía todos, o casi todos. Qué poco sabemos de tantas cosas que deberían ser más importantes que nuestras posesiones y nuestras metas. ¿Qué posesiones, si la mayoría sobran, y esa es una de las enseñanzas más enriquecedoras que he traído conmigo; qué metas, si las alcanzamos (cuando lo hacemos, si lo hacemos) sin saber de qué color eran los paisajes que hemos recorrido en el empeño?
En fin, que en otro momento seguiré, supongo, si soy capaz de poner palabras a los sentimientos que me desbordan y me impiden pensar en otra cosa que no sean los amigos que acabaron siendo aquellas personas a quienes al principio de todo vi como enemigos o rivales u oponentes o simplemente desconocidos con los que inevitablemente tenía que vérmelas para conseguir mi objetivo...
¡Ah! Que no había dicho aún que tenía un objetivo... Pues sí, lo tenía. Si puedo seguir escribiendo quizá acabe revelándolo.