martes, 21 de junio de 2016

Quemados por el sol. 2




"Quemados por el sol". 2






Al principio de su enfermedad, que yo no consideraba física, ni siquiera mental, sino emocional; sí emocional, como esas dolencias que no se pueden diagnosticar porque no se sabe de dónde vienen ni qué las provoca ni hay conciencia de que sean algo que vaya más allá de una melancolía ocasional o pasajera, la hermana Sofía nos pedía que la dejáramos. Me lo decía a mí más que a ninguna otra, cuando me afanaba en ayudarla a cumplir sus tareas, sobre todo las más pesadas, para que no se fatigara demasiado. «Déjame, y no te preocupes tanto por mí, anda. Yo ya soy mayor y sólo puedo entorpecer el camino que tú tienes por delante».
Dejarla hubiera sido a mis ojos una villanía y ni siquiera contemplé semejante posibilidad. Ella había estado a mi lado, de manera incondicional, desde mi entrada en el convento, y defendió contra viento y marea mis razones y actitudes contradictorias cuando era una postulanta ignorante que pretendía alcanzar la clase de gracia divina que en mi ánimo sólo se podía encontrar en un lugar como aquel. Eso pensaba, sí, al principio, cuando imaginaba que hallaría una especie de gracia divina manando en forma de surtidor en cada rincón del convento, y que me daría de beber cada vez que tuviera sed, a medida que fuera secándoseme el alma. Me resulta extraño, pero tuvo una fe absoluta en mí, y no se le ocurrió buscar explicaciones enrevesadas a mi decisión. Al contrario que había hecho la madre superiora, la hermana Sofía mantuvo en todo momento la teoría de la multitud de caminos que conducen a Dios, y son tantos que sería inútil pretender abarcarlos todos para poder vigilarlos de cerca y comprobar que llegaban hasta Él sin el concurso de algún recoveco. 
¿Cómo dejarla de lado cuando me necesitaba tanto? Daba igual que ella lo aceptara o lo reconociera siquiera, si hasta en los albores de su enfermedad pretendía levantarse de la cama, y de hecho lo hacía, se levantaba como si no ocurriese nada que lo desaconsejase, decía que para no entorpecer el funcionamiento normal de la comunidad.
Aquel día, cuando al fin aceptó que ya no podía más, y decidió que sí, que iría al hospital para someterse a un reconocimiento médico que descartara cualquier anomalía digna de mayores preocupaciones, se precipitó el desastre, si no fue una consecuencia normal de todo cuanto había estado anidando en su alma desde que tuvo conciencia de la persona que era y no podía dejar de ser, como si no fuese posible alterar el rumbo a que someten a las personas las circunstancias de su nacimiento.
Debió alarmarnos que insistiera en ir sola. ¿Ir sola, en su estado? Pero fue la única posibilidad que nos concedió: iría sola o no había trato. Me imagino que la cara del taxista que recibió las recomendaciones de tantas monjas, acerca del cuidado de la pasajera a que se comprometía,representó la responsabilidad con que se le cargaba. Digo que la imagino, era imposible ver nada detrás del tumulto que se formó en torno a su ventanilla.
Cuando regresó se aferró al rosario de nácar que llevaba siempre prendido al hábito, y sin más explicaciones, se metió en la cama para rezar con una obsesión que yo siempre creí contraproducente para la lucidez de cualquier ser humano. «Necesito hacerlo», decía, «tengo que rezar mucho para salvarme», y de ahí no la sacábamos. Y el empeño de la madre superiora por que alejara mis preocupaciones, alegando que las oraciones expresadas con el fervor de la hermana Sofía sólo podían ser bendecidas por Dios Nuestro Señor, y acercarla más a Él, tenía la capacidad de desconcertarme. No entendía que sus desvelos fueran a ser compensados con una buena vida en su Reino cuando le llegara la hora de abandonar este valle de lágrimas en el que sólo estamos de paso.
Sí, es posible, le decía, pero mientras aún está en este mundo se está matando, o se está dejando morir, que para el caso es lo mismo.
¿Qué más podía hacer, además de hacer lo único que podía hacerse en ese caso, a mi juicio? Pero necesitaba obtener el permiso de la superiora para ir a ver al médico que la reconoció.  
     





















jueves, 16 de junio de 2016

"Quemados por el sol". 1













«La vida te quita la vida». Lo dijo muy despacio, como si quisiera comerse sus palabras, entretejidas a lo que parecía una especie de susurro destinado a ser escuchado por ella misma y por nadie más. Pero sonaron a una confesión que no sé si quería serlo de verdad o sólo nos lo pareció a quienes estábamos allí; le salieron del fondo mismo de un alma que comenzaba a escapársele por los ojos, entreabiertos apenas, como si tuviera mucha prisa por alejarse del cuerpo, prematuramente avejentado por la enfermedad, que yacía en aquella cama.
De nuevo lo dijo: «La vida te quita la vida», y yo repetí la frase para mí misma, casi paladeándola con la certeza de saber que dolía, aunque no fuese capaz de distinguir por qué me dolía tanto. Necesitaba encontrar una razón en medio del sufrimiento de verla partir así, tan desvalida y tan sola.
Supe entonces que se moría, o lo intuí. No, no lo intuí sólo, lo supe con certeza. Creo que lo supimos todas, que se moría, y sólo se me ocurrió echar de menos la compasión del Dios al que tanto rezábamos, si se desentendió de ella y la hizo a un lado sin contemplaciones, como si no le importara nada. Me parecía un sinsentido que ese Dios tan bondadoso, tan magnánimo y comprensivo, se vaciara de pronto de tanta benevolencia y se comportara como un ave de rapiña. Ella, sin embargo, parecía resignada, casi entregada, no sé si asegurar que también contenta con esa muerte que tenía tan próxima, como si sólo así pudiera deshacerse de un gran peso por el que llevaba tirando demasiado tiempo con resultados tan cicateros. Incluso creí adivinar una velada alegría en el rostro de la monja, o sería satisfacción. Así supe que ya no había marcha atrás, por grande que fuera mi dolor; que el milagro por el que rezaba no tenía trazas de realizarse. Ella estaba al final de su camino, por más que me negara a admitirlo, y aquella satisfacción suya me hacía suponer que estaba a punto de cumplir un extraño pacto que parecía tener con Él.
Recordé entonces, casi me obligué a hacerlo mientras me rebuscaba por dentro alguna explicación que conformara y aquietara mi conciencia, un día no demasiado lejano en el tiempo, cuando acudió a la ciudad para ser reconocida en el Hospital Universitario, a donde la empujamos entre todas a pesar de sus reticencias. En mala hora, debo decir, si regresó sumida en un letargo emocional que nos resultó más alarmante aún que la peculiar melancolía que había hecho presa en su ánimo durante los últimos tiempos.
Creo que fue entonces cuando empecé a decir en voz alta que estaba dejándose morir. Esa impresión tenía cuando la veía oscilar entre un sopor inexplicable que la llevaba primero a un duermevela intranquilo y después a una vigilia inquieta, sin que nadie, y aún menos ella, concediera la menor importancia a semejante despropósito, absolutamente irracional en alguien con las costumbres bien asentadas y desarrolladas, al cabo de los años ordenados que había vivido en régimen de clausura.
«Se está dejando morir», le decía yo a la madre superiora. Presentía que estaba dejándose morir, lo presentía y se lo repetía sin descanso, sin obtener más resultado que el castigo que me impuso consistente en una ristra de interminables Padresnuestros con sus correspondientes Avesmarías, suponiendo que la oración acabaría por lavar mi insolencia o reconvertiría mi carácter y dejaría de ser tan alarmista y alborotadora. Quizá pudiera hacerlo algún día, seguramente podría, pero entonces acababa de entrar en el convento y en mi espíritu anidaba cierta rebeldía que la Reverenda Madre vigilaba, desconfiada y extrañada como estaba por mi decisión de entrar en la Orden a una edad tan temprana. Sería por la falta de vocaciones, que en los últimos tiempos se manifestaba con cuentagotas, y hacía que estuviera en guardia permanente, por si alguien que decía sentir la llamada de la vida religiosa estaba equivocándose.
Yo, en mi fuero interno, sí podía argumentar sin dificultad esa llamada que procede de no se sabe bien dónde, y asegurar sin género de dudas que, en efecto, guía ciertos destinos a fuerza de tirar y tirar de alguien por algún lado, o por todos al mismo tiempo, hasta conseguir que desaparezca cualquier deseo que no sea traspasar los muros de un convento donde sólo existirá la necesidad de rezar y dejarse llevar por esa vida entre contemplativa y combativa que durante todos los días de la existencia deberá llenar el alma de quien la siente de una paz que no parece existir en el mundo exterior, cada vez más convulso, donde sólo vale lo que tienes y casi nada lo que eres. Ella, la madre superiora debía pensar que a lo mejor sólo estaba buscando un refugio protector contra el mundo exterior. Debía creer que para sentir la llamada de la fe y tener esperanza en la fuerza de Dios, era necesario sufrir y desgarrarse en el centro mismo del alma; que no se podía mirar arriba con la pretensión de verle a Él si antes no se había mirado hacia abajo y se habían visto bien de cerca el dolor y la desesperación.
«Se lo advertí, madre», podría haberle reprochado después, cuando ya fue demasiado tarde, pero no me hallaba en condiciones de hacer semejante reprobación a la máxima autoridad del convento. Al fin y al cabo, yo sólo era alguien en período de iniciación, y si lo pasaba podría acceder a destinos más elevados para mi espíritu, suponiendo que la vida de recogimiento fuera —así me lo decían— una escalera por la que se sube y se sube, indefinidamente, hasta alcanzar el grado de perfección que de nosotras exige la extraña llamada en forma de vocación que nos había guiado hasta allí.
Así, concentré mis esfuerzos en seguir agradando al resto de la comunidad y, sobre todo, en el cuidado de la hermana Sofía, aunque ella no fuese siempre consciente de mis atenciones, cuestión que me importaba más bien poco, si me atenía a mis pretensiones fundamentales, consistentes en devolverle el inmenso cariño que ella me había ofrecido tan desinteresadamente desde el mismo día que atravesé la enorme puerta que comunica nuestro pequeño mundo con el gran mundo que hay en el exterior, y mi peculiar forma de entender la vida, en contraste con esa filosofía de vida imperante en ese pequeño mundo interior, empezó a ponerme en tela de juicio entre las monjas más veteranas, tan espirituales y etéreas; tan metidas, casi mimetizadas con la irrealidad con la que convivían de un modo tan artificial. Me parecían seres que vivían en este mundo, pero ya sentían estar en el otro, el que aspiraban alcanzar gracias a sus piadosas obras y a las interminables horas de oración que se metían entre pecho y espalda.
La hermana Sofía, en cambio, se mantenía en un extraño punto intermedio que me tranquilizaba y, sobre todo, me ayudaba a conservar la fe que menguaba a ratos sueltos. Podía ser tan liviana y espiritual como una ráfaga de viento en mitad del bochorno insoportable de las mañanas del verano, cuando el sol recalentaba el claustro que rodeaba el patio interior del convento y hacía arder las gruesas paredes de piedra gris que nos protegían del exterior, y tan mundana como para canturrear alguna canción de moda —de la moda de sus años más jóvenes, claro—, mientras se remangaba el hábito para corretear en dirección al lugar al que llegara tarde, y siempre parecía llegar tarde, como si le faltara el tiempo. Las dos posibilidades cabían en la hermana Sofía, antes de que enfermara; después, cuando empezó a languidecer, bastante tenía con caminar penosamente, sujetándose a las paredes, respirando despacio, como si todo el aire que había a su alrededor no bastara para llenarle los pulmones.
Un día decidió que ya no podía más, y se rindió, o al menos aceptó ocupar una celda que había junto al refectorio, que era un lugar por el que pasábamos todas las hermanas varias veces al día. Pero tampoco el ir y venir constante, ni las atenciones que le dispensábamos, elevó su ánimo.
«¡Qué barbaridad!», me dijo la madre superiora al fin, argumentando que era un pecado mortal, impropio de una religiosa. 
¿Qué barbaridad? ¿Y qué, que fuera una barbaridad? Si estaba dejándose morir, había que resignarse y aceptarlo o tratar de impedirlo, por encima del parecer de la madre superiora, tan celosa siempre de mantener las reglas y de su escrupuloso cumplimento, incluso si las dichosas reglas excedían la lógica de la razón. 
       











lunes, 13 de junio de 2016

No volveré a esperar nada de nadie







Somos deudores de los libros que leemos, de las miradas que cruzamos un día con alguien con quien probablemente no volveremos a cruzarnos más, o es bastante improbable que lo hagamos, pero se quedan con una tenacidad que no me molesta en absoluto reconocer; más bien al contrario, me gusta saber que sigo siendo porosa a la vida que merece la pena contarse y compartir. ¿Y cómo no, si cuando leí este poema me lo quedé en propiedad, y casi me lo aprendí de inmediato, yo, que ya no tengo apenas memoria? Y es preferible que casi no tenga ya memoria, con tanto como se recuerda y sería preferible olvidar.




    "No volveré a esperar nada de nadie"

Aquella mujer escribió en su diario:
«No volveré a esperar nada de nadie.
No volveré a defenderme si me atacan,
dejaré que se les pase la ira,
luego aclararé lo que tenga que aclararles.
No volveré a hablar a quien no quiere oírme,
a explicar a quien no va a entender mis razones
por más claras que quiera explicarlas».

Lo leyó despacio para entender ella misma
lo que sus entrañas le habían dictado.

«No volveré a esperar nada de nadie»,
escribió de nuevo para no olvidarlo.

Y después de volverlo a leer,
cerró su cuaderno,
luego se marchó a pasear a la plaza,
a acercarse a la fuente,
a mirar cómo saltaba el agua,
a esperar que pasara la tarde,
a saludar a la noche
cuando la noche llegara.


"Lo que la luz hace con el día", de Paz Martín-Pozuelo

martes, 7 de junio de 2016

Queridos desertores



Nadie dijo que sería fácil, ¿alguna vez lo fue algo que valiera la pena? Fácil, fácil, como si el significado de la palabra abarcara su intencionalidad. Fácil; como si el hecho de poder traducirse o interpretarse por la comodidad con que se logra algo, por la docilidad con que se da algo que se persigue con ahínco fuera en realidad accesible.
Se vuelve de pronto todo aquello que transcurría apaciblemente, como un torbellino que tropieza con los pensamientos, con las intenciones.
Se vuelve todo del revés con tanta facilidad. Aquí está otra vez, la alusión a la facilidad con que se mira casi todo y se cataloga cuanto nos vamos encontrando, que al estar ahí, al paso, parece puesto intencionadamente, como por accidente, con esa facilidad que acabamos por despreciar.
¿Por eso desertan tantas personas, que dejan de valorar, de apoyar, de acompañar? Se cansan, como si dijéramos. 
Queridos desertores: ¿lo hacéis por eso, porque no entendéis, porque carecéis de paciencia, porque estáis tan contaminados con la cosas fáciles, con los objetivos accesibles que ya no acertáis a entender que las cosas más difíciles, más escondidas, son las que de verdad vale la pena encontrar?