martes, 22 de noviembre de 2016

Quemados por el sol. 6






Como si le interesara el estado de salud de la hermana Sofía. Como si le interesara algo que estuviera fuera de sí mismo, tan embebido estaba en ese mundo suyo de mierda en el que parecía sentirse el rey. Vivir en un mundo de mierda es lo que tiene: convierte a casi todos sus habitantes en potenciales reyes de la inmundicia; si vives en un lugar excelente, es indispensable la excelencia para estar a la altura; si vives en las cloacas, basta con ser la rata más barriobajera. 
Tenía demasiada prisa por regresar al convento y pocas ganas de seguir hablando con aquel hombre cuya actitud, y casi podía asegurar que también su mera existencia, había tenido mucho que ver con el estado de decaimiento de la monja que había sido mi valedora, la misma persona firme y decidida de antaño que ahora yacía postrada en una cama mientras esperaba que la muerte la rescatara de las tinieblas entre las que se había ido a esconder. Y ni siquiera podía estar completamente segura de que el médico fuera consciente de la parte de culpa que acaso le correspondería por el deterioro de una mujer que parecía derrotada por la vida y arrumbada por un gran peso imposible de sostener por más tiempo.
Los hombres, algunos hombres, no sienten sobre sí el peso de la responsabilidad que adquieren con sus acciones u omisiones deliberadas. El comportamiento de las personas tiene consecuencias innegables; la conducta que observamos desencadena situaciones que influyen en la vida de los demás. No basta con decir que no se hicieron ciertas promesas, o que no se acordó algo concreto, o que cada cual es libre de actuar conforme a su criterio: la impronta de las acciones, de las opiniones, del modo de hablar o de comportarse, determina lo que los otros (a quienes se lo decimos) acaban sintiendo.    
—Ha empeorado.
Aguardé a que se marcharan todas las hermanas que andaban por allí pretendiendo ser útiles de la manera que cada una de ellas tuviera más a su alcance. Como si pudieran hacer algo por ella. Como si realmente pudiera alguien hacer algo por ella. Todas eran más bien estorbos, como casi siempre en esos casos donde la presencia de ciertas personas es irrelevante a pesar de las intenciones que alberguen, que son buenas por lo general, pero igualmente prescindibles y a veces hasta indeseables.
—Le he visto, Hermana. Le he visto —repetí: supuse que no me había escuchado—. He hablado con él.
—¿A quién has visto? ¿Con quién has hablado? 
—A él —insistí. Me parecía que la voz que me había preguntado no le pertenecía ya, o estaba demasiado lejos—. Le he visto a él.
Giró ligeramente la cabeza antes de preguntarme si me había dicho algo. Qué tendría que haberme dicho, a su juicio, lo ignoro, sólo podía imaginarlo. Sí entendí que de mi respuesta dependía que ella recobrara una pizca de alegría.
—¿De qué, Hermana, de qué tendría que haberme dicho algo?
—De nada en particular. Siempre fue así, él nunca decía nada. Él se dejaba mirar por las chicas que se enamoraban de él como si no hubiera más chicos en nuestro pueblo ni en los pueblos de alrededor. Era el único. Más bien se sentía el único. El protagonista de la película que miraba y miraba y no decía nunca nada de fuste a nadie, no se fuera a comprometer o a definir.
—¿A usted tampoco?
—¿A mí? A mí mucho menos que a cualquiera de las otras, ¿qué te figuras? Yo era pobre, muy pobre —me dijo con una pena que traspasaba con holgura suficiente la enorme distancia que separaba aquel tiempo del que me hablaba del presente— y huérfana de madre y prácticamente de padre. ¿Qué más quieres? Tenía todo lo que espantaba y nada de lo que cercaba a quienes no se querían contaminar. 
No entendí aquello de «prácticamente». Uno es huérfano o no lo es.
—Prácticamente, ¿ha dicho?
—Prácticamente, sí. Era como si lo fuera, en realidad. No me reconoció nunca, así que era como si también hubiera muerto.
—¿Como si también hubiera muerto? ¿A quién se refiere?
—A mi padre. Mi padre. Yo también tenía un padre. No se puede nacer sin un padre, ¿verdad? Todos los seres humanos tienen un padre y una madre, y también unos abuelos. Todos somos iguales en eso, ¿no es cierto?  
¿A quién le estaría hablando? Si le estaba hablando a alguien.¿Eran delirios? ¿Veía a quienes deberían venir a buscarla para acompañarla al otro lado?
—Todos tenemos padre y madre, sí —confirmé de modo innecesario, me parece.
—Tenerlos es a veces como no tenerlos. A mi madre casi no la conocí, la pobre, tan pronto se me fue.
—Murió, quiere decir.
—Murió, sí. Casi no la conocí y de su cara me acuerdo vagamente. Él, en cambio, mi padre —especificó— es como si también se hubiera muerto. Pero él no se murió, sólo desapareció, se borró de mi vida.
Debería haber dicho que nunca estuvo, si estaba entendiéndola bien, pero quizá decir que se había borrado equivalía a decir que sí había estado en algún momento. 
—Ahí estaba yo —siguió—, tan alejada de él, que era el hijo del médico. Ser el hijo del médico del pueblo en aquellos tiempos es como decir que formaban parte de la aristocracia.
¿Se refería al médico que la había tratado?





















jueves, 27 de octubre de 2016

Quemados por el sol. 5






«También su abuela, la madre de la madre muerta, la apartó de su lado». 
Asombroso: La madre de la madre muerta no se ocupó de ella, ni veló por ella como es de ley que hagan las madres, y las abuelas son madres dos veces, cuando es necesario. «Hasta donde yo sé —siguió—, siempre la trató como si fuera una apestada o tuviera alguna culpa en los actos de la madre que depararon su nacimiento fuera de un matrimonio legal y cabalmente establecido. Su madre, aquella pobre mujer que murió y sólo dejó atrás la vergüenza de lo que hizo, y lo que hizo era muy grave para la consideración de aquel ambiente; la vergüenza de lo que hizo la madre, sí, y que la convirtió a ella en una niña señalada para siempre con centenares de dedos».
Pensé en la tristeza de la ausencia de la abuela, que acostumbra a ser un anclaje tan fuerte como puede serlo la propia madre. Entonces dije:
—Hasta que le conoció a usted, y el anclaje empezó a tener un rostro determinado.
— Casi nada de lo que fui sabiendo —dijo, como si sólo deseara seguir con su exposición de los hechos, obviando mis palabras— tiene un orden cronológico, de manera que me resulta completamente imposible asegurar cuándo comenzaron sus sufrimientos y cuándo se consoló de ellos, si es que algún día llegó a consolarse. Desde que finalizaron mis períodos de vacaciones de verano (tal y como se entienden las extensas vacaciones de un estudiante que van desde que termina un curso hasta que empieza el siguiente), no la había vuelto a ver. ¿Cuánto hará de eso? —me preguntó directamente.
—¿Y no la reconoció? —pregunté yo por lo que a mí más me interesaba, sin hacer caso de su curiosidad.
—Al principio no, desde luego, pero ella a mí sí, enseguida. Me preguntó si sabía quién era.
—¿Y qué le dijo usted?
—Le dije que no. No podía mentirle —pareció justificarse—y decirle a una persona que no conocía que sí la conocía.
Quizá se avergonzó en ese momento, y por eso sus ojos bajaron hasta el suelo, antes de continuar:
—Si hubiera sabido que podía tratarse de ella, si lo hubiese intuido siquiera, aunque efectivamente no hubiera reconocido a la niña que conocí en otro tiempo, desde luego le hubiera dicho que sí. Cómo iba a saber yo que podía tratarse de ella, y que además era monja. ¡Una monja! Fue una sorpresa absoluta. Lo último que supe de ella es que estudiaba Filosofía y Letras, y no tengo modo de saber cómo decide alguien trasladarse de un lugar tan progresista como la universidad, a un convento, que es la antítesis. ¿Cómo podía saber quién era aquella mujer vestida con el habito de la orden, tan deteriorada, además? Ni siquiera se me ocurrió que pudiera tratarse de alguien a quien yo hubiese conocido en algún momento de mi vida. Era impensable.
—¿No le extrañó que no regresara para someterse al tratamiento que fuera necesario, el que usted debería haberle prescrito, para contener el avance de su enfermedad? Antes me ha dicho que creía posible su curación. Me lo ha dicho, ¿verdad?
—Sí, sí, se lo he dicho, que lo creía posible —reconoció, y aún me dolió más su desinterés.
—¿Entonces?
—Cabía la posibilidad de que hubiese optado por consultar con otro médico, mucha gente lo hace, cuando necesitan estar seguros de que el diagnóstico ha sido correcto, de que no hay errores posibles. Y no tenía manera de dar con su paradero.
—¿Acaso no recuerda cómo era el hábito que llevaba puesto, que le hubiera dado una pista sobre la orden a la que podía pertenecer, supongo? Conocer la orden le hubiera facilitado buscarla en el convento correspondiente —seguí hablando para refrenar mis ganas de abofetearlo y sacudirle aquella bobería que parecía brotar por cada poro de su piel—, animarla a que se tratara, a que no se dejara morir...
—Sé que el hábito que llevaba era como el suyo —me señaló con cierto desdén y trazó en el aire un gesto que pareció abarcar mi indumentaria—, pero no se me ocurrió hacer lo que usted propone. Lo de los ánimos, entendemos que corresponde al paciente —me atajó—, depende de sí mismo y de las ganas que tenga de curarse. Nosotros curamos el cuerpo, ¿no le parece que con eso hacemos bastante?
Inmediatamente dejó de tener el aplomo que me había mostrado cuando entré al consultorio y me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y la mano extendida con la palma hacia arriba, con una actitud meliflua e indeterminada: para estrechar la mía o para impulsarse y propinarme dos besos en las mejillas; casi nadie sabe qué hacer con una monja, cómo saludarla, cómo acercarla o alejarla, según sientan o piensen o discrepen de alguien que luce hábitos para escenificar una fe que casi todas las personas tienden a ocultar.
—A ustedes, los hombres, a algunos hombres —especifiqué—, no se les ocurren muchas cosas. No tienen algunos de ustedes demasiada iniciativa, ¿verdad?
Me marché sin responder a la pregunta que me había hecho, relacionada con el estado de salud de la hermana Sofía. 











lunes, 3 de octubre de 2016

Quemados por el sol. 4



Me abstuve de expresarle en voz alta la opinión que me merecía su comportamiento, más aún cuando me dijo que se trataba de un tumor relativamente sencillo de atajar. «Sentí cierta extrañeza, al comprobar que el tiempo pasaba y ella no regresaba, como le sugerí que debía hacer», añadió.
Cuando le pregunté si sabía que era monja me dijo que sí, que lo sabía, por el hábito de la orden que lucía cuando acudió a la consulta. Que lo sabía para su desgracia, añadió.
—Desde que la vi, y supe de su condición, he tenido dificultades para conciliar el sueño.
Había inclinado la cabeza y escondido su mirada para hurtarla al escrutinio a que lo sometí. Escrutinio o directamente juicio, no lo sé.
—La conciencia —añadió— no lo deja dormir a uno, cuando no está en paz.
Sólo entendí lo que quería decir cuando me aclaró que había conocido a la Hermana Sofía cuando ella, casi una niña por aquel entonces, y él, un adolescente que estaba a punto de empezar la carrera de medicina, habían cruzado sus vidas en un pequeño pueblo de la Castilla más profunda por cuestiones de puro azar. El azar era el destino del padre de él, un médico rural que había ido a caer por aquel pueblo como podía haber ido a caer en cualquier otro, pero cayó allí, en el mismo lugar en el que ya estaba ella.
—Creo recordar que yo empezaba mis estudios universitarios el mismo año que nos conocimos —empezó diciendo—, cuando finalizaran las vacaciones de verano. Entonces, debo reconocerlo, no me paré a mirarla, la verdad. No tenía edad, era casi una niña que sí me miraba a mí. Lo supe después, mucho más tarde, cuando ya ni siquiera estaba en el pueblo. Me dijeron que se había marchado a estudiar fuera, con una beca o algún tipo de ayuda que consiguió no sé de qué manera, eso no se lo puedo precisar muy bien. Ya sabe usted cómo suceden las cosas en esos ambientes rurales, donde todo el mundo habla como si lo supiera todo sobre los demás aunque realmente no sepan casi nada, y entonces deben inventar o fabular, para ordenar la trama de lo que quieren contar...
Se interrumpió para tomar aire, o para serenarse. Se había alterado, y recordar parecía revolucionar más sus emociones.
—Me hablaba sobre esa ayuda que recibió —traté de centrar el relato de lo que él me pudiera aportar—, la que le permitió salir del pueblo para estudiar.
—Si, sí, la ayuda. Creo que tuvo que ver con la actividad de esa tía suya, la misma que la crió a partir del fallecimiento de su madre. De su padre no se puede decir nada, si no la había reconocido legalmente. Era lo que por entonces decían en aquellos pueblos una hija de moza, así que no tenía nada a lo que agarrarse para salir de aquel ambiente opresivo que vivía en el pueblo.
—Así que se crió con una tía.
—La madre había muerto de cáncer, pocos días antes de que la entonces niña hiciera la primera comunión.
Asentí, creyendo entender lo que no sabía si en verdad entendía. Él continuó:
—Puede usted imaginar la vida que tuvo, siempre triste, siempre melancólica. 
«Siempre triste, siempre melancólica, sí», pensé.



viernes, 9 de septiembre de 2016

Quemados por el sol. 3







La madre superiora claudicó cuando empezó a temer, ella también, por la vida de la monja que se estaba dejando morir sin que nadie supiera por qué, y probablemente no lo hubiéramos llegado a saber de no mediar mi interés en averiguarlo.
No lo hubiera sabido yo. Sólo yo conocí las circunstancias que se dieron para influir de tal modo en su estado de ánimo. El resto de la congregación a la que todavía no pertenecía, y a la que por tanto no debía la obediencia absoluta que le debería después, cuando ya fuera una de ellas de pleno derecho, sólo conoció una parte muy pequeña de la razón que había derrotado a la monja y la postró en cama mucho antes de que llegara su hora, si en efecto las horas finales de las personas llegan con un orden predestinado.
Creía que le debía el silencio que guardé, por eso callé.
El médico que la atendió, un hombre de mediana edad, muy alto, desgarbado y cargado de hombros, con el pelo canoso y ralo, que debió ser rubio en sus años más jóvenes, me dijo que tenía un cáncer, pero que no corría peligro inminente si recibía el tratamiento adecuado.
«El tratamiento adecuado», dijo. Pensé en cuál sería el tratamiento adecuado, el que el médico consideraba el tratamiento adecuado. El médico que extrañó que la monja no volviera por allí, pero no hizo nada por averiguar por qué no había vuelto, ni qué sería de ella si en efecto no volvía para someterse al tratamiento adecuado.










martes, 21 de junio de 2016

Quemados por el sol. 2




"Quemados por el sol". 2






Al principio de su enfermedad, que yo no consideraba física, ni siquiera mental, sino emocional; sí emocional, como esas dolencias que no se pueden diagnosticar porque no se sabe de dónde vienen ni qué las provoca ni hay conciencia de que sean algo que vaya más allá de una melancolía ocasional o pasajera, la hermana Sofía nos pedía que la dejáramos. Me lo decía a mí más que a ninguna otra, cuando me afanaba en ayudarla a cumplir sus tareas, sobre todo las más pesadas, para que no se fatigara demasiado. «Déjame, y no te preocupes tanto por mí, anda. Yo ya soy mayor y sólo puedo entorpecer el camino que tú tienes por delante».
Dejarla hubiera sido a mis ojos una villanía y ni siquiera contemplé semejante posibilidad. Ella había estado a mi lado, de manera incondicional, desde mi entrada en el convento, y defendió contra viento y marea mis razones y actitudes contradictorias cuando era una postulanta ignorante que pretendía alcanzar la clase de gracia divina que en mi ánimo sólo se podía encontrar en un lugar como aquel. Eso pensaba, sí, al principio, cuando imaginaba que hallaría una especie de gracia divina manando en forma de surtidor en cada rincón del convento, y que me daría de beber cada vez que tuviera sed, a medida que fuera secándoseme el alma. Me resulta extraño, pero tuvo una fe absoluta en mí, y no se le ocurrió buscar explicaciones enrevesadas a mi decisión. Al contrario que había hecho la madre superiora, la hermana Sofía mantuvo en todo momento la teoría de la multitud de caminos que conducen a Dios, y son tantos que sería inútil pretender abarcarlos todos para poder vigilarlos de cerca y comprobar que llegaban hasta Él sin el concurso de algún recoveco. 
¿Cómo dejarla de lado cuando me necesitaba tanto? Daba igual que ella lo aceptara o lo reconociera siquiera, si hasta en los albores de su enfermedad pretendía levantarse de la cama, y de hecho lo hacía, se levantaba como si no ocurriese nada que lo desaconsejase, decía que para no entorpecer el funcionamiento normal de la comunidad.
Aquel día, cuando al fin aceptó que ya no podía más, y decidió que sí, que iría al hospital para someterse a un reconocimiento médico que descartara cualquier anomalía digna de mayores preocupaciones, se precipitó el desastre, si no fue una consecuencia normal de todo cuanto había estado anidando en su alma desde que tuvo conciencia de la persona que era y no podía dejar de ser, como si no fuese posible alterar el rumbo a que someten a las personas las circunstancias de su nacimiento.
Debió alarmarnos que insistiera en ir sola. ¿Ir sola, en su estado? Pero fue la única posibilidad que nos concedió: iría sola o no había trato. Me imagino que la cara del taxista que recibió las recomendaciones de tantas monjas, acerca del cuidado de la pasajera a que se comprometía,representó la responsabilidad con que se le cargaba. Digo que la imagino, era imposible ver nada detrás del tumulto que se formó en torno a su ventanilla.
Cuando regresó se aferró al rosario de nácar que llevaba siempre prendido al hábito, y sin más explicaciones, se metió en la cama para rezar con una obsesión que yo siempre creí contraproducente para la lucidez de cualquier ser humano. «Necesito hacerlo», decía, «tengo que rezar mucho para salvarme», y de ahí no la sacábamos. Y el empeño de la madre superiora por que alejara mis preocupaciones, alegando que las oraciones expresadas con el fervor de la hermana Sofía sólo podían ser bendecidas por Dios Nuestro Señor, y acercarla más a Él, tenía la capacidad de desconcertarme. No entendía que sus desvelos fueran a ser compensados con una buena vida en su Reino cuando le llegara la hora de abandonar este valle de lágrimas en el que sólo estamos de paso.
Sí, es posible, le decía, pero mientras aún está en este mundo se está matando, o se está dejando morir, que para el caso es lo mismo.
¿Qué más podía hacer, además de hacer lo único que podía hacerse en ese caso, a mi juicio? Pero necesitaba obtener el permiso de la superiora para ir a ver al médico que la reconoció.  
     





















jueves, 16 de junio de 2016

"Quemados por el sol". 1













«La vida te quita la vida». Lo dijo muy despacio, como si quisiera comerse sus palabras, entretejidas a lo que parecía una especie de susurro destinado a ser escuchado por ella misma y por nadie más. Pero sonaron a una confesión que no sé si quería serlo de verdad o sólo nos lo pareció a quienes estábamos allí; le salieron del fondo mismo de un alma que comenzaba a escapársele por los ojos, entreabiertos apenas, como si tuviera mucha prisa por alejarse del cuerpo, prematuramente avejentado por la enfermedad, que yacía en aquella cama.
De nuevo lo dijo: «La vida te quita la vida», y yo repetí la frase para mí misma, casi paladeándola con la certeza de saber que dolía, aunque no fuese capaz de distinguir por qué me dolía tanto. Necesitaba encontrar una razón en medio del sufrimiento de verla partir así, tan desvalida y tan sola.
Supe entonces que se moría, o lo intuí. No, no lo intuí sólo, lo supe con certeza. Creo que lo supimos todas, que se moría, y sólo se me ocurrió echar de menos la compasión del Dios al que tanto rezábamos, si se desentendió de ella y la hizo a un lado sin contemplaciones, como si no le importara nada. Me parecía un sinsentido que ese Dios tan bondadoso, tan magnánimo y comprensivo, se vaciara de pronto de tanta benevolencia y se comportara como un ave de rapiña. Ella, sin embargo, parecía resignada, casi entregada, no sé si asegurar que también contenta con esa muerte que tenía tan próxima, como si sólo así pudiera deshacerse de un gran peso por el que llevaba tirando demasiado tiempo con resultados tan cicateros. Incluso creí adivinar una velada alegría en el rostro de la monja, o sería satisfacción. Así supe que ya no había marcha atrás, por grande que fuera mi dolor; que el milagro por el que rezaba no tenía trazas de realizarse. Ella estaba al final de su camino, por más que me negara a admitirlo, y aquella satisfacción suya me hacía suponer que estaba a punto de cumplir un extraño pacto que parecía tener con Él.
Recordé entonces, casi me obligué a hacerlo mientras me rebuscaba por dentro alguna explicación que conformara y aquietara mi conciencia, un día no demasiado lejano en el tiempo, cuando acudió a la ciudad para ser reconocida en el Hospital Universitario, a donde la empujamos entre todas a pesar de sus reticencias. En mala hora, debo decir, si regresó sumida en un letargo emocional que nos resultó más alarmante aún que la peculiar melancolía que había hecho presa en su ánimo durante los últimos tiempos.
Creo que fue entonces cuando empecé a decir en voz alta que estaba dejándose morir. Esa impresión tenía cuando la veía oscilar entre un sopor inexplicable que la llevaba primero a un duermevela intranquilo y después a una vigilia inquieta, sin que nadie, y aún menos ella, concediera la menor importancia a semejante despropósito, absolutamente irracional en alguien con las costumbres bien asentadas y desarrolladas, al cabo de los años ordenados que había vivido en régimen de clausura.
«Se está dejando morir», le decía yo a la madre superiora. Presentía que estaba dejándose morir, lo presentía y se lo repetía sin descanso, sin obtener más resultado que el castigo que me impuso consistente en una ristra de interminables Padresnuestros con sus correspondientes Avesmarías, suponiendo que la oración acabaría por lavar mi insolencia o reconvertiría mi carácter y dejaría de ser tan alarmista y alborotadora. Quizá pudiera hacerlo algún día, seguramente podría, pero entonces acababa de entrar en el convento y en mi espíritu anidaba cierta rebeldía que la Reverenda Madre vigilaba, desconfiada y extrañada como estaba por mi decisión de entrar en la Orden a una edad tan temprana. Sería por la falta de vocaciones, que en los últimos tiempos se manifestaba con cuentagotas, y hacía que estuviera en guardia permanente, por si alguien que decía sentir la llamada de la vida religiosa estaba equivocándose.
Yo, en mi fuero interno, sí podía argumentar sin dificultad esa llamada que procede de no se sabe bien dónde, y asegurar sin género de dudas que, en efecto, guía ciertos destinos a fuerza de tirar y tirar de alguien por algún lado, o por todos al mismo tiempo, hasta conseguir que desaparezca cualquier deseo que no sea traspasar los muros de un convento donde sólo existirá la necesidad de rezar y dejarse llevar por esa vida entre contemplativa y combativa que durante todos los días de la existencia deberá llenar el alma de quien la siente de una paz que no parece existir en el mundo exterior, cada vez más convulso, donde sólo vale lo que tienes y casi nada lo que eres. Ella, la madre superiora debía pensar que a lo mejor sólo estaba buscando un refugio protector contra el mundo exterior. Debía creer que para sentir la llamada de la fe y tener esperanza en la fuerza de Dios, era necesario sufrir y desgarrarse en el centro mismo del alma; que no se podía mirar arriba con la pretensión de verle a Él si antes no se había mirado hacia abajo y se habían visto bien de cerca el dolor y la desesperación.
«Se lo advertí, madre», podría haberle reprochado después, cuando ya fue demasiado tarde, pero no me hallaba en condiciones de hacer semejante reprobación a la máxima autoridad del convento. Al fin y al cabo, yo sólo era alguien en período de iniciación, y si lo pasaba podría acceder a destinos más elevados para mi espíritu, suponiendo que la vida de recogimiento fuera —así me lo decían— una escalera por la que se sube y se sube, indefinidamente, hasta alcanzar el grado de perfección que de nosotras exige la extraña llamada en forma de vocación que nos había guiado hasta allí.
Así, concentré mis esfuerzos en seguir agradando al resto de la comunidad y, sobre todo, en el cuidado de la hermana Sofía, aunque ella no fuese siempre consciente de mis atenciones, cuestión que me importaba más bien poco, si me atenía a mis pretensiones fundamentales, consistentes en devolverle el inmenso cariño que ella me había ofrecido tan desinteresadamente desde el mismo día que atravesé la enorme puerta que comunica nuestro pequeño mundo con el gran mundo que hay en el exterior, y mi peculiar forma de entender la vida, en contraste con esa filosofía de vida imperante en ese pequeño mundo interior, empezó a ponerme en tela de juicio entre las monjas más veteranas, tan espirituales y etéreas; tan metidas, casi mimetizadas con la irrealidad con la que convivían de un modo tan artificial. Me parecían seres que vivían en este mundo, pero ya sentían estar en el otro, el que aspiraban alcanzar gracias a sus piadosas obras y a las interminables horas de oración que se metían entre pecho y espalda.
La hermana Sofía, en cambio, se mantenía en un extraño punto intermedio que me tranquilizaba y, sobre todo, me ayudaba a conservar la fe que menguaba a ratos sueltos. Podía ser tan liviana y espiritual como una ráfaga de viento en mitad del bochorno insoportable de las mañanas del verano, cuando el sol recalentaba el claustro que rodeaba el patio interior del convento y hacía arder las gruesas paredes de piedra gris que nos protegían del exterior, y tan mundana como para canturrear alguna canción de moda —de la moda de sus años más jóvenes, claro—, mientras se remangaba el hábito para corretear en dirección al lugar al que llegara tarde, y siempre parecía llegar tarde, como si le faltara el tiempo. Las dos posibilidades cabían en la hermana Sofía, antes de que enfermara; después, cuando empezó a languidecer, bastante tenía con caminar penosamente, sujetándose a las paredes, respirando despacio, como si todo el aire que había a su alrededor no bastara para llenarle los pulmones.
Un día decidió que ya no podía más, y se rindió, o al menos aceptó ocupar una celda que había junto al refectorio, que era un lugar por el que pasábamos todas las hermanas varias veces al día. Pero tampoco el ir y venir constante, ni las atenciones que le dispensábamos, elevó su ánimo.
«¡Qué barbaridad!», me dijo la madre superiora al fin, argumentando que era un pecado mortal, impropio de una religiosa. 
¿Qué barbaridad? ¿Y qué, que fuera una barbaridad? Si estaba dejándose morir, había que resignarse y aceptarlo o tratar de impedirlo, por encima del parecer de la madre superiora, tan celosa siempre de mantener las reglas y de su escrupuloso cumplimento, incluso si las dichosas reglas excedían la lógica de la razón. 
       











lunes, 13 de junio de 2016

No volveré a esperar nada de nadie







Somos deudores de los libros que leemos, de las miradas que cruzamos un día con alguien con quien probablemente no volveremos a cruzarnos más, o es bastante improbable que lo hagamos, pero se quedan con una tenacidad que no me molesta en absoluto reconocer; más bien al contrario, me gusta saber que sigo siendo porosa a la vida que merece la pena contarse y compartir. ¿Y cómo no, si cuando leí este poema me lo quedé en propiedad, y casi me lo aprendí de inmediato, yo, que ya no tengo apenas memoria? Y es preferible que casi no tenga ya memoria, con tanto como se recuerda y sería preferible olvidar.




    "No volveré a esperar nada de nadie"

Aquella mujer escribió en su diario:
«No volveré a esperar nada de nadie.
No volveré a defenderme si me atacan,
dejaré que se les pase la ira,
luego aclararé lo que tenga que aclararles.
No volveré a hablar a quien no quiere oírme,
a explicar a quien no va a entender mis razones
por más claras que quiera explicarlas».

Lo leyó despacio para entender ella misma
lo que sus entrañas le habían dictado.

«No volveré a esperar nada de nadie»,
escribió de nuevo para no olvidarlo.

Y después de volverlo a leer,
cerró su cuaderno,
luego se marchó a pasear a la plaza,
a acercarse a la fuente,
a mirar cómo saltaba el agua,
a esperar que pasara la tarde,
a saludar a la noche
cuando la noche llegara.


"Lo que la luz hace con el día", de Paz Martín-Pozuelo

martes, 7 de junio de 2016

Queridos desertores



Nadie dijo que sería fácil, ¿alguna vez lo fue algo que valiera la pena? Fácil, fácil, como si el significado de la palabra abarcara su intencionalidad. Fácil; como si el hecho de poder traducirse o interpretarse por la comodidad con que se logra algo, por la docilidad con que se da algo que se persigue con ahínco fuera en realidad accesible.
Se vuelve de pronto todo aquello que transcurría apaciblemente, como un torbellino que tropieza con los pensamientos, con las intenciones.
Se vuelve todo del revés con tanta facilidad. Aquí está otra vez, la alusión a la facilidad con que se mira casi todo y se cataloga cuanto nos vamos encontrando, que al estar ahí, al paso, parece puesto intencionadamente, como por accidente, con esa facilidad que acabamos por despreciar.
¿Por eso desertan tantas personas, que dejan de valorar, de apoyar, de acompañar? Se cansan, como si dijéramos. 
Queridos desertores: ¿lo hacéis por eso, porque no entendéis, porque carecéis de paciencia, porque estáis tan contaminados con la cosas fáciles, con los objetivos accesibles que ya no acertáis a entender que las cosas más difíciles, más escondidas, son las que de verdad vale la pena encontrar?



viernes, 6 de mayo de 2016

Me lo dicen y no lo creo











Me dicen que te vas, que ya no puedes más, que has llegado al límite de tus fuerzas. 
Me dicen que no soportas el poco respeto que inspira aquello que tú veneras como a un ídolo incontestable y que debería reinar sobre las almas de las personas con más autoridad que cualquier santón. 
Me dicen que te has cansado de pelear contra molinos de viento, de confundir caballos con princesas y norias con castillos, y de enredar las verdades de tu fantasía con las marrullerías de la realidad.
Me lo dicen y no me lo creo. No me creo que puedas desoír las voces que te susurran para pedirte que cuentes lo que te dicen; te lo piden a ti, claro, porque tú las escuchas, y tú entiendes los galimatías que te plantean, y hasta los ordenas en historias que parecen más verdad que la verdad misma.
Por eso no me lo creo. No me creo que te dejes vencer por sinvergüenzas y trileros que sólo ven negocios donde deberían ver la sal de la vida. 
¿Qué dirían tus heroínas de cabellos encendidos, si las abandonaras? Se quedarían mudas, sordas, detenidas en los lugares que les designaran los bienpensantes, y no tendrían quien las guiara por esos mundos de este y otros universos, en pos de aventuras encaminadas a enderezar entuertos. Y son tan necesarias las personas que tienen la facultad de empujar, incitar, alentar, que es un pecado de lesa humanidad cuando alguna se rinde.
Me dicen que te has cansado de ver encumbradas tantas mamarrachadas que ya no te caben más en las retinas.
Me dicen... pero son precisamente quienes tanto me dicen, los que no entienden que tienes razón; no saben que quizá obras bien queriéndote marchar a otro mundo más próximo a tu alma. 
Y yo, que te entiendo tan bien, sólo tengo una pregunta que hacerte: ¿Puedo marcharme contigo?
   





lunes, 4 de abril de 2016

Una buena novela, según Virginia Woolf




Cada persona tiene una opinión propia acerca de las novelas y la calidad que se les debe exigir. Las emociones son particulares e intransferibles, así que no hay una lógica ni una regla ni una medida ni un molde al que acomodar los textos que trascienden los convencionalismos o los transitan con una fidelidad relativa o absoluta.

Es, pues, una cuestión de criterio personal, casi una necesidad vital de hallar algo que colme el deseo con que se afronta cada nueva lectura (se da por supuesto que las relecturas ya han pasado la criba y se han quedado como compañeras eternas del lector que volverá a ellas una y otra vez) y reconocer en el escritor un poco de lo que quisiéramos contar si supiéramos, si pudiéramos, si nos fuera dada la capacidad de ser lo que querríamos ser.
«Meter el cuchillo entre las junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos», sí.  

“¿Qué es una buena novela?”, Virginia Woolf


Virginia Woolf
Una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Tiene que meter el cuchillo entre junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos. Tiene que ponernos quizás incómodos y ciertamente alerta. El sentimiento que nos produce no tiene que ser puramente dramático y por tanto propenso a desaparecer en cuanto sabemos cómo termina la historia. Tiene que ser un sentimiento duradero, sobre asuntos que nos importan de una forma u otra. Una buena novela no necesita tener trama; no necesita tener final feliz; no necesita tratar sobre gente simpática o respetable; no necesita ser lo más mínimo como la vida tal como la conocemos. Pero tiene que representar alguna convicción por parte del escritor. Tiene que estar escrita de modo que transmita la idea del escritor, ya sea simple o compleja, tan fielmente como sea posible. No tiene que repetir aquello que es falso o trillado simplemente porque al público le resulta fácil mascullar una y otra vez sobre lo falso y lo trillado.
Todo esto se refiere a las novelas escritas en el pasado. Es imposible estar seguro de cuáles serán las características de una buena novela en el futuro. Las novelas contemporáneas nos sorprenden a menudo por ser muy distintas de aquello que hemos aprendido a admirar y crean una belleza que, al ser tan distinta de la antigua, resulta mucho más difícil de apreciar. Pero lo contrario también es cierto; algunas de las mejores novelas también se han hecho inmediatamente populares y del todo fáciles de entender. El único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es simplemente observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala. Pero estar seguro de lo buena que es una novela y el tipo de virtud que tiene resulta extremadamente difícil. El mejor método es leer lo antiguo y lo nuevo uno al lado del otro, compararlos y así desarrollar poco a poco un criterio propio.
Virginia Woolf
“¿Qué es una buena novela?”, 1924
Foto: Virginia Woolf por Leonard Woo

jueves, 3 de marzo de 2016

¡El horror! ¡El horror!




¡El horror! ¡El horror!

¿Qué horror? ¿Dónde está el horror? ¿Quién sabe qué es el horror, y qué encierra? ¿De qué hablamos cuando hablamos de horror?
El lugar más apacible, la estampa más idílica, la normalidad más cotidiana pueden convertirse, a veces, en desasosiego o inquietud o incertidumbre.  
¿El conocimiento es tal vez una clase de horror; acaso lo sea el desconocimiento, o se trata sobre todo del vacío, del terror a la nada, de la insondable vacuidad que nos habita y nos aterra cuando nos miramos y nos cuesta tanto esfuerzo tener que ver tanto para al final ver tan poco?
Todo es un horror. La existencia del horror, o el horror de la existencia.
La nada que atenaza y engulle. El conocimiento de la nada. Conocer la nada; ¿hay mayor contrasentido? Contrasentido, sí: uno cree conocer lo que no puede conocer; o lo quiere conocer para saber que lo conoce, o decirlo, sólo, y que lo otros sepan que uno sabe.
Kurtz y el horror, su horror. Kurtz se refería a su propio horror, a su particular infierno feliz, lúcido, revelador como un holograma de sus pensamientos. ¿Y mi horror, que desconozco?
O es el desconocimiento (no digo la ignorancia), el verdadero horror; o el conocimiento que de pronto se viene encima y uno no sabe muy bien cómo administrar, qué uso darle, para qué; el horror de ver lo imposible en el negatoscopio.






miércoles, 3 de febrero de 2016

La lógica del Diablo








Lo digo como me lo dijo, sin poner ni quitar nada: «El Diablo es más lógico, más razonable. El Diablo tiene sentido y sabe a dónde va. Dios, en cambio, es un simplón que piensa que todo irá bien si debe ir bien, pero no explica cómo puede ir bien aquello que debe ir bien, y lo deja todo al dichoso albedrío que envuelve en una pátina de tontuna que acaba por confundir a los humanos y los hace agarrarse a la paciencia, a la resignación cristiana, al advenimiento de lo que sea que vendrá cuando a Él le dé la gana que venga, si se la da, que esa es otra: como tiene toda la eternidad por delante, juega con la paciencia de sus criaturas de manera cruel e innecesaria; es lo que tiene ser todopoderoso y controlar el Universo a su antojo, que se deja de prestar atención a las pobres criaturas cuya existencia es finita, y se piensa en términos de grandeza ilimitada en todos los casos.
»El Diablo, sin embargo, camina despacio, siguiendo los pasos de los humanos, que son cortos, indecisos muchas veces, dubitativos las más; y cómo no van ser cortos, indecisos y dubitativos, si casi nunca saben a dónde van, y cuando creen saberlo aún dudan en algún momento, y entonces quieren rectificar, pero sin dar su brazo a torcer, de ahí los titubeos que el Diablo ve de lejos, por eso decide seguirlos, para alentar su caminar penoso, para apoyarlos con un empujoncito si hace falta».
Así me lo dijo; y que seguiría diciéndome más si hacía falta.







  

martes, 12 de enero de 2016

Puta y santa; anverso o reverso.




La seductora, la arrebatadora, la encantadora, la embaucadora, la meretriz de alto copete o la hechicera que los hombres buscan en los poemas y echan de menos en las tristes vidas que acaso quisieran más trepidantes, con más emociones y menos monotonía.
La luna inalcanzable, el sol incandescente que sólo Ícaro ha visto de cerca (eso dicen). La selva impenetrable, el camino impracticable, el río manso con remolinos ocultos y corrientes traicioneras; la inmensidad de un océano insondable; la cara de la montaña que cae a pico y no tiene aristas o salientes a los que asirse para escalarla.
La vida árida, triste e invivible de los desesperados y aburridos, cobardes reacios a dejarse ir a tiempo, antes de empezar a pudrirse y heder a derrota; la muerte esquiva que burla la razón y se cuela por grietas que van a dar a cuerpos sanos y vigorosos: un impacto brutal, una puñalada trapera, la mala índole del vecino que te quiere mal; la lógica de la muerte, en cambio, que se resiste a largarse cargando el alma del enfermo terminal, del anciano abatido, del joven desesperado que se ha perdido en el laberinto y a falta de la puerta de salida que no acierta a ver sueña con un abismo que se lo trague y lo haga desaparecer y al fin descansar.
La puta y la santa, que se encuentran algunas veces y se miran con envidia: la una ansiando dormir toda una noche de un tirón, sin interrupciones o impertinencias, y la otra armándose de valor para escabullirse de mil amores de su lecho cómodo y confortable para probar las turbulencias de las pulsiones desconocidas.
El anverso de un alma tenebrosa que clama por la luz del día para ahuyentar los fantasmas.



   https://riochico.wordpress.com/  Para leer un par de páginas.

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/04/04/paisvasco/1428173536_672394.html   Un breve apunte en El País.

https://www.elcorteingles.es/libros/autores/begona-abraldes-parrado   En El Corte Inglés.

http://www.eitb.eus/es/radio/radio-euskadi/programas/iflandia/audios/detalle/3082552/la-escritora-begona-abraldes-el-ano-niebla/   En Iflandia, el espacio de EITB

http://viajandoatravesdelespejo.blogspot.com.es/2015/10/recomendacionsemanal-por-ni-un-dia-sin.html  Recomendación basada en la recomendación de MM Ovejero.



http://www.comprarlibrosde.com/libros-de_Bego%C3%B1a%20Abraldes%20Parrado  Temporalmente agotado, dice, pero ya se puede pedir


http://www.casadellibro.com/busqueda-libros?spellcheck=1&busqueda=bego%C3%B1a%20abraldes%20parrado%20el%20a%C3%B1o%20de%20niebla&condicion=-1&autor=|2|bego%C3%B1a%20abraldes%20parrado|0|&idtipoproducto=1&nivel=5  En La Casa del LIbro

http://lapizandante.blogspot.com.es/2015/04/begona-abraldes-recuerdos-con-profunda.html  Lápiz andante también me dedica un espacio basado en El País.

http://clubesakaba.blogspot.com.es/2014/03/siempre-encuentro-lo-que-quiero-por.html    NO estoy muy cómoda, pero es una experiencia.

http://niundiasinlibros.blogspot.com.es/2015/03/titulo-el-ano-de-la-niebla.html   Maravillosa MM Ovejero

http://www.agapea.com/libros/El-ano-de-la-niebla-9788494459528-i.htm   Otra forma de adquirirlo.