martes, 14 de noviembre de 2017

Quemados por el sol 9









Resultado de imagen de angeles rubiosLo que decía era inimaginable: bañarse en el río por necesidad, por obligación, porque no había otro remedio, como no fuera el de no bañarse, y eso sería aún peor. Imaginé — eso sí pude hacerlo— el río en verano y me resultó agradable la idea, y a continuación en invierno, y me pregunté si también entonces era la bañera, o con el frío se anulaba el aseo. ¿O sólo se posponía? Digo que imaginé y no sé si imaginé bien o hay situaciones que no se pueden imaginar de ninguna manera, se diga lo que se diga para animar a los que nos cuentan a que sigan contando y no desilusionarlos cuando caigan en la cuenta de que es imposible que nadie se ponga en su piel.
Calentar agua en la lumbre y echarla en el barreño que los días de fiesta servía para el aseo de las personas. Los cuerpos encogidos y ateridos, que tardaban en desperezarse tanto como lo que duraba el invierno, y qué inviernos más largos y más crudos eran los de antes.
—El día que apareció él me acababa de bañar y estaba girada de espaldas al agua, para buscar los rayos del sol, los últimos rayos de sol que ya se iba poniendo en la tarde que estaba más bien avanzada.
La miré mientras hablaba con los ojos cerrados, al parecer sintiendo el calor de aquel día o haciendo un esfuerzo para sentirlo. Siguió:
—Yo me había quedado un rato más que las otras chicas, que ya se habían marchado, porque tenía que lavarme el pelo, un pelo larguísimo que mi tía me recogía en trenzas que me llegaban hasta el culo. Decir que las trenzas me llegaban hasta el culo era mucho decir, porque siempre he tenido el culo tan bajo que las gallinas podían picarlo con absoluta comodidad  —sonrió sin ganas de sonreír, con una amargura que en modo alguno podía ilustrar aquella sonrisa insulsa.
—A todos los niños les pueden picar las gallinas en el culo, ¿no?, es lo normal en los niños, que son bajitos —dije para consolarla, sabiendo de antemano que no había consuelo que le valiera.
—En algún momento de ese instante que permanecí de espaldas escuché el estruendo de algo que cuando me giré aún era evidente en las ondulaciones que seguían manifestándose en la superficie del agua. No pude ver de qué se trataba y pensé que sería una rata, pero descarté la idea de inmediato. Las ratas que andaban por las orillas cuajadas de yerbajos altísimos, entre los arbustos, eran grandes, pero no tanto. Y menos aún podrían provocar semejante escandalera.
—Y entonces apareció él —dije, pero lo dije sólo para que abreviara y así evitar que lo siguiera manteniendo sumergido bajo el agua en el relato de su recuerdo, acaso con el objetivo de preservarlo y guardarlo para sí misma, y así evitar que se le esfumara hasta del pensamiento.
—Eso mismo fue: una aparición —casi sonrió, o fue una mueca originada por la contracción de sus ojos que me pareció más un estremecimiento—, como una luz que iluminó la oscuridad de mi vida.
—Así fue como lo conoció —la animé a seguir.
—Bueno, hija, conocer conocer, lo que se dice conocer, no. Qué más hubiera querido yo, que conocerlo. Sólo lo vi, se me apareció, pero no lo conocí. Yo me quedé embobada, pero él no me hizo el menor caso. Creo que no se percató de que allí mismo, delante de sus narices, había una persona. 
—No me diga que no la vio. La vería, mujer, ¿cómo no lo iba a hacer? Igual que lo vio usted a él, exactamente igual.
—Verás: cuando salió del agua, al cabo de un rato, después de dar unas cuantas brazadas y retozar de forma muy breve, se sentó sobre la hierba que crecía al otro lado del pequeño lago. Es que el curso del río se interrumpe en ese punto llegadas ciertas alturas del verano —me explicó—, y entonces se forma una laguna muy agradable.
—Pues entonces ahí está la explicación: si estaba al otro lado no podía verla.
—¡Ni que fuera un lago inmenso! Quita, quita, lo que pasa es que yo era insignificante.















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