martes, 19 de septiembre de 2017

Verano de 2017



Me acababa de llamar mi amiga Ángela para decirme que iría al pueblo la segunda quincena de agosto. 
—¡Ah!, bien —le dije—, haces muy bien. Aprovecha, tú que puedes.
—¿Tú no vas?
—No. Tengo trabajo —respondí.
—Qué faena, ¿no?, con las ganas que tengo de verte. Pero me alegro de que sea por trabajo, eso significa que muy pronto habrá novela nueva, ¿no?
—Novela habrá, y creo que pronto, sí, pero se quedará en un cajón, como las anteriores. Ya sabes que tengo más de una en la rampa de salida —dije.
No sé si lo sabía, y no me importó si lo sabía; a casi nadie se le queda lo que le digo, lo que le cuento y me preocupa y me contiene; lo que me gustaría dejar de repetir en algún momento y no sé si podré hacer algún día, cuando al fin las personas que se me acerquen cumplan con el requisito más básico de afinidad (una clase de sensibilidad pareja) que de normal no tenemos en cuenta cuando creemos congeniar (¡ay, esos flechazos!) con alguien que parece ser lo que no es y a veces tarda tanto en evidenciar por completo y en el ínterin permite que se forje una amistad que en modo alguno se sostiene en el tiempo. No era el caso de Ángela, que estaba a mi lado desde que tengo memoria y se mostraba inasequible al desaliento, siempre, aunque no entendiera a veces algunas peculiaridades que quizá yo no sabía explicar bien de mí misma.
—¡Ah! —dijo, sólo dijo eso, pero me sonó a decepción.
Tras un silencio incómodo que no sabía cómo llenar y en vista de que su tradicional elocuencia se había volatilizado, dije:
—Estoy preparando un manuscrito, repasándolo, corrigiéndolo, ya sabes lo que es eso —traté también de que le sirviera de consuelo o distracción la explicación que no sé si entendió; no sé si alguien ajeno a este mundo de lunáticos entiende lo que es trabajar un manuscrito, repasarlo, repensarlo, dudar de la efectividad que tendrá cuando lo lean otros ojos, o traducirlo tanto y hacerlo tan comprensible como se pueda, sin llegar a traicionar el verdadero espíritu del escritor, no importa que sea complejo.
—Pues lo que yo decía —volvió a animarse—: que pronto habrá novela nueva.
Entonces la que se incomodó con el silencio fui yo; no el silencio valorativo que puede acompañarse de la mirada expectante (y cuando se habla por teléfono es un inconveniente a tener en cuenta y está casi al nivel de la pobre comunicación que establecemos en las redes sociales: no hay ojos mirando, expresando, apoyando la intención de las palabras), sino ese silencio que denota impotencia porque no sabe de qué modo mejorar lo que no se ha entendido.  
—No. No me has entendido. Yo hablo de zapar sin esperanza: de trabajar, de corregir, de mejorar en lo posible algo que ya está escrito, pero sabiendo de antemano que no le interesa a nadie, o que ese alguien a quien previsiblemente le interesará en algún momento está por llegar. Tú hablabas de publicar, y eso está aún lejos en el tiempo, a no ser que se de un milagro fenomenal y me encuentre al fin con alguien honesto, decente, que no me engañe, que no me cuente milongas sobre capacidades que le gustaría tener, pero no tiene ni de coña, es un don nadie (o puede que una doña, pero sabes que no me gusta emplear este tipo de lenguaje inclusivo que lo que hace en realidad es enrevesarlo todo, y si digo don es porque hablo de un ser humano).  
—¿Y eso no lo puedes hacer en el pueblo? —preguntó.
—¿El qué: corregir, trabajar, o encontrar a esa persona que ando buscando?
—Corregir, claro.
Me figuro que de lo otro prefirió no hacer caso. Seguro que se dijo: ¿Esta inocente anda buscando una persona honesta, sincera, voluntariosa, decente y que además no le cuente milongas? 
—Sabes que no.
—Te marean, claro. Te mareamos.
—Simplemente no puedo, ya lo sabes. Es imposible, por el respeto —añadí—, o más bien la falta de respeto de quienes no saben que hay que vivir y dejar vivir.
—¿Qué quieres decir?
—Que es fundamental respetar lo que uno hace, parapetarse en la realidad que es cada uno y pelear para que lo dejen hacerlo, y debo reconocer que hay poca gente que me respete. 
—Claro, la gente no sabe lo que cuesta hacer lo que uno hace, ni se molesta en averiguarlo, ¿verdad? —se puso en modo comprensiva. 
—No sé si no lo sabe o sí lo sabe pero por lo general no le interesa desviarse por los sentimientos ajenos que pongan en entredicho los suyos propios.
—No te entiendo.
—Casi nadie me entiende —dije, sin pretender caer en el victimismo que me gusta más bien poco, pero es inevitable que vaya aceptando que se es lo que en realidad se quiere ser, lo que le conviene a uno ser para mejor desarrollarse y disfrutarse, sin más intromisiones que la propia conciencia que decide dónde sí y dónde no, y la conciencia sí es inapelable en mi caso, y debería serlo en todos los casos, pero cómo pretender que la conciencia obre de algún modo en quienes carecen de conciencia. 
—Yo sí —dijo.
—Tú me quieres, y eso es mucho. Es mucho y es poco normal —añadí.
—Que no vas, vaya.
—Pues no, no voy —dije, y en efecto no fui y me quedé corrigiendo una novela con tanto mimo como si fuera a leerla el lector más exquisito, el más exigente, el más sensible, el más avezado, el de más elevados ideales y nobles sentimientos.
—¿Y para cuándo algo nuevo?
—¿Algo nuevo? Te refieres a empezar de nuevo por el principio, no a corregir, ¿no?
—Claro.
—También tengo algo nuevo que espero terminar cuando acabe el verano. Sí, creo que la acabaré cuando acabe el verano de 2017. 
Me pareció que al otro lado del teléfono sonó algo parecido a una interjección que me sugirió una expresión de ánimo. Pobre, como si empezar algo nuevo, o acabar algo nuevo (lo nuevo que paradójicamente ya se ha hecho viejo cuando finalmente se acaba, si se ha empezado dos o tres años atrás, o incluso más, si se tiene en cuenta cuándo se ha sentido la necesidad de empezar, el fogonazo que pone en marcha la idea e ilumina el escenario que se abre en la mente del escritor como si se descorriera un telón de fondo en un gran teatro donde no hay nada aún y todos los elementos y los personajes y las ideas y las situaciones están por llegar y se agolpan para situarse en el lugar preferencial que les permita lucirse, exhibirse, contarse), como si acabar algo nuevo significara algo diferente a lo que se ha venido dando desde que sabes que no sabes hacer otra cosa.

(Y entonces me despertó el sol de la mañana y supe que todo era mentira, que todo sería mentira; que al final no corregí; que no cumplió quien tenía que haber cumplido después de haberme jurado y perjurado; que me dejó colgada, esperando, así que no corregí, no pude preparar nada, y ahora se me ha amontonado todo: lo viejo, lo nuevo, lo que está sin estar y no sé qué hacer para que salga adelante. Y no he podido descansar y estoy agotada. Y ni siquiera me llamó mi amiga, no me llamó ninguna amiga. Nadie me echó de menos en ningún lugar, en las vacaciones del verano del 2017). 



         







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