jueves, 27 de octubre de 2016

Quemados por el sol. 5






«También su abuela, la madre de la madre muerta, la apartó de su lado». 
Asombroso: La madre de la madre muerta no se ocupó de ella, ni veló por ella como es de ley que hagan las madres, y las abuelas son madres dos veces, cuando es necesario. «Hasta donde yo sé —siguió—, siempre la trató como si fuera una apestada o tuviera alguna culpa en los actos de la madre que depararon su nacimiento fuera de un matrimonio legal y cabalmente establecido. Su madre, aquella pobre mujer que murió y sólo dejó atrás la vergüenza de lo que hizo, y lo que hizo era muy grave para la consideración de aquel ambiente; la vergüenza de lo que hizo la madre, sí, y que la convirtió a ella en una niña señalada para siempre con centenares de dedos».
Pensé en la tristeza de la ausencia de la abuela, que acostumbra a ser un anclaje tan fuerte como puede serlo la propia madre. Entonces dije:
—Hasta que le conoció a usted, y el anclaje empezó a tener un rostro determinado.
— Casi nada de lo que fui sabiendo —dijo, como si sólo deseara seguir con su exposición de los hechos, obviando mis palabras— tiene un orden cronológico, de manera que me resulta completamente imposible asegurar cuándo comenzaron sus sufrimientos y cuándo se consoló de ellos, si es que algún día llegó a consolarse. Desde que finalizaron mis períodos de vacaciones de verano (tal y como se entienden las extensas vacaciones de un estudiante que van desde que termina un curso hasta que empieza el siguiente), no la había vuelto a ver. ¿Cuánto hará de eso? —me preguntó directamente.
—¿Y no la reconoció? —pregunté yo por lo que a mí más me interesaba, sin hacer caso de su curiosidad.
—Al principio no, desde luego, pero ella a mí sí, enseguida. Me preguntó si sabía quién era.
—¿Y qué le dijo usted?
—Le dije que no. No podía mentirle —pareció justificarse—y decirle a una persona que no conocía que sí la conocía.
Quizá se avergonzó en ese momento, y por eso sus ojos bajaron hasta el suelo, antes de continuar:
—Si hubiera sabido que podía tratarse de ella, si lo hubiese intuido siquiera, aunque efectivamente no hubiera reconocido a la niña que conocí en otro tiempo, desde luego le hubiera dicho que sí. Cómo iba a saber yo que podía tratarse de ella, y que además era monja. ¡Una monja! Fue una sorpresa absoluta. Lo último que supe de ella es que estudiaba Filosofía y Letras, y no tengo modo de saber cómo decide alguien trasladarse de un lugar tan progresista como la universidad, a un convento, que es la antítesis. ¿Cómo podía saber quién era aquella mujer vestida con el habito de la orden, tan deteriorada, además? Ni siquiera se me ocurrió que pudiera tratarse de alguien a quien yo hubiese conocido en algún momento de mi vida. Era impensable.
—¿No le extrañó que no regresara para someterse al tratamiento que fuera necesario, el que usted debería haberle prescrito, para contener el avance de su enfermedad? Antes me ha dicho que creía posible su curación. Me lo ha dicho, ¿verdad?
—Sí, sí, se lo he dicho, que lo creía posible —reconoció, y aún me dolió más su desinterés.
—¿Entonces?
—Cabía la posibilidad de que hubiese optado por consultar con otro médico, mucha gente lo hace, cuando necesitan estar seguros de que el diagnóstico ha sido correcto, de que no hay errores posibles. Y no tenía manera de dar con su paradero.
—¿Acaso no recuerda cómo era el hábito que llevaba puesto, que le hubiera dado una pista sobre la orden a la que podía pertenecer, supongo? Conocer la orden le hubiera facilitado buscarla en el convento correspondiente —seguí hablando para refrenar mis ganas de abofetearlo y sacudirle aquella bobería que parecía brotar por cada poro de su piel—, animarla a que se tratara, a que no se dejara morir...
—Sé que el hábito que llevaba era como el suyo —me señaló con cierto desdén y trazó en el aire un gesto que pareció abarcar mi indumentaria—, pero no se me ocurrió hacer lo que usted propone. Lo de los ánimos, entendemos que corresponde al paciente —me atajó—, depende de sí mismo y de las ganas que tenga de curarse. Nosotros curamos el cuerpo, ¿no le parece que con eso hacemos bastante?
Inmediatamente dejó de tener el aplomo que me había mostrado cuando entré al consultorio y me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y la mano extendida con la palma hacia arriba, con una actitud meliflua e indeterminada: para estrechar la mía o para impulsarse y propinarme dos besos en las mejillas; casi nadie sabe qué hacer con una monja, cómo saludarla, cómo acercarla o alejarla, según sientan o piensen o discrepen de alguien que luce hábitos para escenificar una fe que casi todas las personas tienden a ocultar.
—A ustedes, los hombres, a algunos hombres —especifiqué—, no se les ocurren muchas cosas. No tienen algunos de ustedes demasiada iniciativa, ¿verdad?
Me marché sin responder a la pregunta que me había hecho, relacionada con el estado de salud de la hermana Sofía. 











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