lunes, 3 de octubre de 2016

Quemados por el sol. 4



Me abstuve de expresarle en voz alta la opinión que me merecía su comportamiento, más aún cuando me dijo que se trataba de un tumor relativamente sencillo de atajar. «Sentí cierta extrañeza, al comprobar que el tiempo pasaba y ella no regresaba, como le sugerí que debía hacer», añadió.
Cuando le pregunté si sabía que era monja me dijo que sí, que lo sabía, por el hábito de la orden que lucía cuando acudió a la consulta. Que lo sabía para su desgracia, añadió.
—Desde que la vi, y supe de su condición, he tenido dificultades para conciliar el sueño.
Había inclinado la cabeza y escondido su mirada para hurtarla al escrutinio a que lo sometí. Escrutinio o directamente juicio, no lo sé.
—La conciencia —añadió— no lo deja dormir a uno, cuando no está en paz.
Sólo entendí lo que quería decir cuando me aclaró que había conocido a la Hermana Sofía cuando ella, casi una niña por aquel entonces, y él, un adolescente que estaba a punto de empezar la carrera de medicina, habían cruzado sus vidas en un pequeño pueblo de la Castilla más profunda por cuestiones de puro azar. El azar era el destino del padre de él, un médico rural que había ido a caer por aquel pueblo como podía haber ido a caer en cualquier otro, pero cayó allí, en el mismo lugar en el que ya estaba ella.
—Creo recordar que yo empezaba mis estudios universitarios el mismo año que nos conocimos —empezó diciendo—, cuando finalizaran las vacaciones de verano. Entonces, debo reconocerlo, no me paré a mirarla, la verdad. No tenía edad, era casi una niña que sí me miraba a mí. Lo supe después, mucho más tarde, cuando ya ni siquiera estaba en el pueblo. Me dijeron que se había marchado a estudiar fuera, con una beca o algún tipo de ayuda que consiguió no sé de qué manera, eso no se lo puedo precisar muy bien. Ya sabe usted cómo suceden las cosas en esos ambientes rurales, donde todo el mundo habla como si lo supiera todo sobre los demás aunque realmente no sepan casi nada, y entonces deben inventar o fabular, para ordenar la trama de lo que quieren contar...
Se interrumpió para tomar aire, o para serenarse. Se había alterado, y recordar parecía revolucionar más sus emociones.
—Me hablaba sobre esa ayuda que recibió —traté de centrar el relato de lo que él me pudiera aportar—, la que le permitió salir del pueblo para estudiar.
—Si, sí, la ayuda. Creo que tuvo que ver con la actividad de esa tía suya, la misma que la crió a partir del fallecimiento de su madre. De su padre no se puede decir nada, si no la había reconocido legalmente. Era lo que por entonces decían en aquellos pueblos una hija de moza, así que no tenía nada a lo que agarrarse para salir de aquel ambiente opresivo que vivía en el pueblo.
—Así que se crió con una tía.
—La madre había muerto de cáncer, pocos días antes de que la entonces niña hiciera la primera comunión.
Asentí, creyendo entender lo que no sabía si en verdad entendía. Él continuó:
—Puede usted imaginar la vida que tuvo, siempre triste, siempre melancólica. 
«Siempre triste, siempre melancólica, sí», pensé.



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