Anoche soñé con Doris, que me animó y me dijo que no desistiera; y que no dejara a nadie en la estacada si creía que necesitaba ayuda, aunque corriera el riesgo de que se confundieran mis sentimientos y experiencias con los suyos. Cuando le dije si se refería a la mujer de la Carpeta roja se limitó a sonreír, y desapareció.
«Le
pregunto si se es diferente por el trato que se recibe, o se recibe un trato diferente
porque se es diferente, al menos a los ojos que miran. Me pide de nuevo que le
mencione alguna de esas situaciones que me han causado cierto dolor; suficiente,
al menos, para llegar a esa conclusión. Al fin le digo que ignoro por qué, a
tenor de las situaciones que me han sucedido a lo largo de mi vida, pero me
viene a la mente un día que me vi discriminada o ninguneada o acaso sólo
malinterpretada por mi madre, no sé si más o menos que otras veces, pero tengo
la sensación de que esa fue la primera vez que lo sentí así, tan nítidamente.
Le digo que hasta ese momento no había tenido constancia (ni conciencia) de
serlo, pero ocurrió, le pedí a mi madre que me llevara un regalo de la ciudad a
la que debía ir para solucionar unos asuntos cuando aún no habíamos trasladado
allí nuestra residencia. Ella me preguntó qué quería, y yo le dije que no
sabía, sólo “algo”, que es lo mismo que le había dicho mi hermano hacía un par
de meses, cuando había hecho otro viaje en el que sí me llevó con ella y
estando allí me dijo que teníamos que ir a comprar algo para mi hermano, que se
lo había pedido. Recuerdo que le pregunté qué era lo que teníamos que
comprarle, y ella se limitó a repetir lo que él le había dicho: “Algo”. Mi
hermano fue muy vago e impreciso, pero a mí me pareció el colmo de la elocuencia
y el ingenio. De ninguna manera manifestó preferencias por un objeto determinado,
ni exigió que le fuese llevado un juguete concreto que quizá hubiese sido
complicado de encontrar o ser muy caro, como ocurre con las peticiones
infantiles cuando se hacen llevadas por los deseos puros y duros que tienen los
niños. “Algo”, esa era la petición que mi madre recibió, y le gustó recibirla, lo
evidenció el interés que demostró porque visitáramos el centro de la ciudad.
Había jugueterías en el barrio de mis abuelos, una de ellas muy grande y muy
bien surtida que me gustaba mucho cuando pegaba mi nariz al escaparate para
escudriñar sus estanterías atestadas de toda clase de maravillas. Sin embargo,
tomamos el autobús que nos llevaría al centro y consideramos aquella diligencia
(yo la consideré así porque así la consideró ella) como algo preferente. Ella
determinaba siempre las decisiones que había que solventar y las resolvía a su
manera, como lo acometía todo y lo decidía todo, ya fuera la elección de una
camisa (la que se pondría mi padre, por ejemplo, y no digamos nosotros, que
íbamos siempre vestidos de pies a cabeza según su criterio y sin ninguna
posibilidad de meter baza en nada que nos concerniera hasta bien mayorcitos, y
aun siendo adultos lo ha seguido intentando) o cualquier asunto que mereciera
ser decidido. Yo me limité a seguirla en aquella expedición en busca de “Algo”,
sin ninguna posibilidad de evitarlo, como es lógico.
»Él me pregunta si no me molestó en el fondo
hacer aquella excursión en busca de “Algo” para mi hermano. Yo le digo que no,
en absoluto. Me gustaba pasear por las calles del centro de la ciudad, aunque
entonces no lo supiera. Yo era una niña de esa ciudad, que circunstancialmente
se había criado en un pueblo muy muy lejano y muy muy diferente, pero siendo
consciente siempre de a qué lugar pertenecía, así que me gustaba saber que estaba
en el lugar que me correspondía y de ninguna manera podía sentirme a disgusto.
Visitar a mis abuelos paternos cuando mis padres regresaban para pasar las vacaciones
era siempre una confirmación de mis orígenes y una constatación de cuál era mi
destino, algo que no podía definir entonces pero que estoy segura de que habría
aprobado de haber sido consultada al respecto. Él insiste en preguntarme por
esa especie de resquemor que cree notar en el relato de esta anécdota en
apariencia sin importancia. Yo le digo que no hay ningún resquemor, en
absoluto. ¿Entonces?, pregunta. Pues que cuando yo le pedí a mi madre que me
llevara algo, que es lo mismo que le había pedido mi hermano, ella no celebró
mi ocurrencia y ni siquiera la consideró, y además se enfadó muchísimo porque
yo era una egoísta que a saber qué se creía, como si se pudiera pedir algo así
porque sí, como si el dinero creciera en los árboles y sólo hubiera que ir
arrancándolo de rama en rama como si fuesen brevas. No entendí nada, claro. Mi
petición era una réplica exacta de la petición que le había hecho mi hermano,
al que no sólo complació sino que lo hizo de mil amores. Sin embargo yo me
había comportado con egoísmo e insolencia (en realidad creo que ella dijo
“descaro”, pero no lo recuerdo muy bien) y no recibiría nada para castigar mi
impertinencia, mientras que la recompensa a la petición de él había sido un
mecano con montones de piezas de metal amarillas, azules y rojas, y una enorme caja
con maderas de formas diversas para hacer construcciones que ambos disfrutamos
muchísimo cuando por fin pudimos estar juntos, una vez nos trasladamos a
nuestra casa de verdad, después de tantos años separados.
ȃl me pregunta
si de verdad no quedó en mí ninguna clase de resquemor. Yo le digo que no, en
absoluto. Le explico que mi resquemor siempre ha sido con los sentimientos que
él despertaba en mi madre, mientras que yo casi sentía que molestaba, o al
menos que no estaba a la altura de lo que de mí se esperaba. Muchas veces me
pregunté si no sería porque a mi madre sólo le gustan los niños. Ella dice que
detesta a las niñas, que son unas estúpidas y unas manipuladoras, además de
malas. Los niños, en cambio, son mucho más nobles, así que me figuro que ella
quería tener otro niño cuando aparecí yo y desmonté sus planes de tener una
parejita perfecta de ángeles con sus alitas y todo».
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