martes, 4 de septiembre de 2012

La carpeta roja



"No sé en qué estaba pensando cuando el primer día le conté que había intentado suicidarme. Ni siquiera me limité a referirle brevemente o con detalles vagos o imprecisos las razones que tuve ni las circunstancias que lo propiciaron, sólo se lo dije, respondiendo a una pregunta que si bien se mira podría haber solventado razonablemente sin necesidad de exponerme tanto realizando semejante confesión.
  El suicidio se oculta como un baldón tremebundo que sería preferible no sacar nunca a colación. Por nada del mundo las familias que tienen antepasados que se han quitado la vida o lo han intentado dan cuenta de una afrenta semejante de buena gana, si acaso se limitan a mencionarlo con eufemismos, suponiendo que deban hacer referencia al hecho en cuestión por motivos poderosos que lo recomienden encarecidamente o lo hagan muy necesario, pero mucho mucho. Tienden a esconder un hecho así y lo toman como una deshonra espantosa que hubiera caído como una plaga bíblica sobre toda la estirpe, a la que creerán maldita, o así lo sentirán. Sin embargo, es fácil que las personas que fracasaron cuando intentaron suicidarse lo cuenten con cierto orgullo, quién sabe si porque aprendieron una lección imborrable o porque llegar a ese punto que tendría que haber sido de no retorno y volver, los convierte en héroes de sí mismos y por tanto se saben vencedores de sus circunstancias. O porque habiéndose hallado en el lugar tan bajo al que se precipitaron entendieron que no se puede caer más y no tienen reparo alguno en relatarlo ni vergüenza que los contenga en compartirlo, más bien al contrario, ¿para servir de ejemplo? ¿Para decirse en voz alta que tropezaron y sin embargo se levantaron y además siguieron adelante a pesar de todo?
  Lo más sorprendente es que no era amigo mío, ni siquiera conocido, pero se lo dije, a sabiendas de que en esa confesión habría demasiados indicios sobre mi personalidad. No me gusta que la gente disponga de muchos datos sobre mí que me hagan transparente o cuanto menos previsible para los demás. Y ahora él sabe sobre mí muchas más cosas de las que sabe nadie. Aún le quedan muchas cosas por saber, es cierto, pero lo que ya sabe es mucho más de lo que ha sabido casi nadie en todos los años que ya dura mi vida, muchos más de los que imaginé cuando me sentía extranjera de este mundo que se me ha hecho tan cuesta arriba desde que tengo memoria para recordarme transitando por él como una paria si más arraigo que mi propia sombra.
  ¿Por qué no me gusta que la gente sepa demasiadas cosas sobre mí? Creo que porque doy demasiadas pistas sobre mis debilidades y a la larga me acaban haciendo daño. El daño que me hacen, algunas veces es por omisión. Parezco transparente; no me gusta parecer transparente. Ser transparente equivale a ser testigo de escenas en las que no tomas parte, sólo contemplas desde una distancia razonable ciertos hechos que te conectan con la vida, o cortan de cuajo un lazo que es invisible; si no estás, si no se cuenta contigo, el lazo es innecesario, y así se convierte una persona en transparente y por tanto irrelevante para los demás.
  No estoy segura de querer que él sepa más cosas de las que ya sabe. Por otro lado, si no sabe sobre mí todo lo que es preciso que sepa, quizá no pueda ayudarme. Aún así, no sé si podrá ayudarme, aunque llegue a saber de mí todo lo que sea posible saber. Se cuentan historias que nacen sesgadas porque son la consecuencia de otras historias que las precedieron, por tanto es falso lo que se cuenta, o está incompleto. Alguien vierte una ofensa sobre alguien y no puede saberse si está motivada por una venganza o nació espontáneamente: con el único fin de hacer daño por el mero hecho de hacerlo."

  (¿Sabré traducir las palabras manuscritas que se apretujan en las folios que llenan la carpeta roja que encontré en Cruces hace unos cuantos meses, y que no sé si estaba perdida o abandonada, o dejada para que el azar determinara su destino?)
   
  

4 comentarios: