jueves, 6 de septiembre de 2012

La carpeta roja (II)



¿Y si le hago una putada? O un favor, nunca se sabe. Le presto atención, y eso es mucho. Ya casi nadie presta atención.

"¿Saber todo sobre los demás incluye los pensamientos sobre lo que les ha sucedido o les gustaría que les sucediera? ¿Qué diferencia existe entre lo que ha sucedido de verdad y lo que a uno le gustaría que le sucediera? Lo que ha sucedido no puede cambiarse y se arrastra como una condena, y lo que no ha sucedido y nos gustaría que hubiera sucedido, también se arrastra como una condena, ésta de frustración, y es aún peor porque además de la frustración por lo que no ha sucedido, se añade la culpa por el hecho de haberlo deseado y fallar.
  Está mal equivocarse. Equivocarse hace sufrir. Él dice que equivocarse no es malo. Él dice que lo malo es no asumir las equivocaciones. Yo le digo que equivocarme hace que me sienta en tierra de nadie, reconcomiéndome y sufriendo. Él dice que la vida es así, y que hay que seguir en cualquier caso, pero no me dice cómo se hace eso de seguir en cualquier caso. Le menciono una carretera imaginaria y le digo que es difícil saber dónde hay que desviarse, y que incluso es difícil saber si hay que desviarse, y que a lo mejor ni siquiera hace falta tomar ningún desvío; quizá, después de todo, hay que atajar o cambiar el rumbo y resulta que tampoco se sabe. O a lo mejor sí. Yo no sé cómo se sabe lo que hay que hacer, ni cuándo tiene que hacerse. Le digo que cuantas más cosas hago y más decisiones tomo, más me demuestro que no tendría que haber hecho nada, o no tendría que haberlo hecho como he acabado haciéndolo. Él me dice que seguro que alguna cosa buena he hecho. Imagino que sí, me digo, pero no lo digo en voz alta, no sea que me pregunte y haga que se lo explique. Cuando me digo cosas a mí misma sé lo que me estoy diciendo y cómo me lo estoy diciendo y para qué me lo estoy diciendo. Yo me entiendo también cuando no me entiendo del todo. Yo sé siempre lo que quiero decir, sé lo que siento y me parece tan claro que no creo necesitar decirlo. Él dice que es un gran problema no decir las cosas o dejar de expresar en voz alta los sentimientos, porque lo que no se dice no puede saberse. Yo le digo que eso ocurre porque la gente no mira a los ojos a la otra gente, y que si la gente mira a la otra gente no es para averiguar qué le ocurre o qué necesita. En realidad no sé para qué mira la gente a la gente. Eso cuando la mira. La conexión de los ojos crea un vínculo que obliga en cierta manera: te he mirado y te he visto, y por eso sé que sufres o que no sufres, o que eres feliz o infeliz. ¿La gente que no mira es porque no quiere verse obligada a saber? Yo debería mirar mucho menos de lo que miro. Y olvidar. Olvidar todo cuanto me fuera posible olvidar. Hacer borrón y cuenta nueva cada día, despojarme de sentimientos, como si vaciara los armarios, esa tarea consistente en desocupar los roperos de los trajes que ya no se usan par dar paso a otros nuevos. El hecho de disponer de espacio en los armarios no debería autorizarnos a atiborrarlos de ropa que no da tiempo a ponerse. Debería ser capaz de dejar atrás aquello que debe quedarse atrás. Debería ser capaz de andar por la vida ligera de equipaje. No sé por qué temo acabar necesitando aquello que desdeñé, echar la vista atrás y sentir que me falta precisamente lo que abandoné o relgalé o sencillamente arrojé al cubo de la basura".

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