martes, 25 de noviembre de 2014

Cuéntame un cuento



¿Qué puede tener de extraordinario un viejo trapero que va por las calles pidiendo libros viejos, periódicos atrasados y papeles inservibles? Seguramente mucho, al menos para la imaginación de una niña, que desconoce que tiempo después, cuando haya crecido, sabrá que las conversaciones que mantuvo con el viejo serán consideradas por ella premonitorias, como si todos los actos que suceden en el mundo tuvieran que ver unos con otros, y de esos actos dependiera el porvenir de muchas personas.
«Cuéntame un cuento», piden los niños, y los que no son tan niños y quieren seguir soñando. Y cuento parece, sí, una novela que está llena de solidaridad, ternura y unos valores que parecen pasados de moda, pero que si no existieran habría que inventarlos para que el mundo semejara menos árido y más habitable.
Yo sigo soñando, para seguir contando, si me dejan; si alguien quiere que le siga contando un cuento. 
  








lunes, 17 de noviembre de 2014

¿Es mejor saber?






Querer saber es arriesgarse a saber. Cuando sabemos ya no podemos no saber. Creo que la autora de las confidencias que encontré en la carpeta roja quiere decir algo parecido. Confieso que cada vez me cuesta más traducir los sentimientos de esta mujer que parece más perdida según avanzan sus escritos.  




«A veces pienso que me gustaría ser como quiero ser, o como debería ser en mi imaginación, si pudiera modelar a mi antojo lo que supongo más llevadero para tratar con mis semejantes. Me gustaría dominarme o ser más dúctil, así en las malas situaciones como en las buenas. Él dice que sólo tengo que hacer lo que quiero hacer, sin pensar en nada más; fuera trabas. Yo le digo que me gustaría poder hacerlo, creo que para sentirme libre. ¿Libre? Me escucho deseándome en voz alta ser libre y no me alcanza la imaginación para asimilarlo. Ni siquiera sé si tengo lo que hay que tener para casi nada; las personas somos lo que hemos sido y nos hacemos según evolucionamos: los recuerdos. Él me dice que los recuerdos seguro que los tengo. Pero yo no lo sé (si en efecto los tengo), y se lo digo; y que además ignoro si los buenos lo son porque lo son en efecto, o porque yo quiero que lo sean. No me entiende. No me extraña. Muchas veces yo misma no consigo entenderme. 
»Doy vueltas y más vueltas a las cosas para traducir situaciones que me hacen daño sólo con su evocación; no digamos con su mención. Es como si me avergonzara del daño que me han hecho. Siento que la culpa de que no me hayan querido es sólo mía. Me pregunta por las personas que me han hecho daño y me da vergüenza decirle que la felicidad que pretendí mostrarle la primera vez que entré por la puerta que tengo a mis espaldas es una falacia, no era real, o no lo era del modo que le dije que era. Recuerdo que le dije que no sabía por qué me habían enviado a verle. Él me dice que le conté que no me pasaba nada, que de todo tenían la culpa las malditas visiones que me traen a maltraer. Las visiones, claro, que son tan reales como la vida que tengo cerca a diario, y sin embargo se marchan en apenas unos segundos y no me dan tiempo para aprehenderlas, para saber lo que significan o por qué se dan o me buscan o me invaden o me asaltan; o me enseñan, quién sabe, o quieren enseñarme, y yo no me dejo, por eso se marchan tan pronto, sin darme tiempo a preguntar por qué, para qué, quién, cómo.  
»¿Será que no quiero saber? ¿No quiero saber? ¿Es bueno saber?»