viernes, 29 de noviembre de 2013

En defensa de la memoria.





Qué difícil debe ser recomponerse, cuando te han hecho daño; cuando acaso no te han perjudicado deliberadamente, pero te han ignorado, que es casi un agravio que causa más ignominia. Y aún querrán esos que abandonaron o sólo miraron hacia otro lado cuando alguien era escarnecido, hallar consuelo cuando les llegue su hora.    


«Ya sé por qué las aguas de los ríos corren y fluyen, casi huyendo, cauce abajo como las extrañas que siempre son, apenas permaneciendo en el lugar el tiempo que sea estrictamente necesario: para que su memoria vaya limpiándose. Le digo que me gusta mucho la teoría de un científico japonés que sostiene que el agua se congela en bonitos cristales si procede de un lugar hermoso, mientras que si lo hace de uno que sea feo surgen formas cuanto menos inquietantes, y entonces menciono el Ganges, como hizo el científico en cuestión para resaltar que los cristales surgidos de sus aguas resultaron feos, dispares y desiguales. Él dice que la teoría no es en absoluto descabellada. Yo creo que admite todo cuanto digo para no asustarme ni echarme para atrás o espantarme si me dice que estoy como un cencerro y que va a ser difícil recomponerme los pensamientos, y mucho más difícil aún los sentimientos, que cuando se descomponen lo alborotan todo y cuesta un triunfo volverlos a ordenar cabalmente. No me importaría gran cosa que me dijera que estoy como un cencerro, pero reconozco que sí me aparto de quienes lo piensan; me aparto de quienes creen que no ando muy equilibrada, porque no me gusta martirizar con mi presencia a quien no me acepta.
  »Dicen que las moléculas del agua guardan la memoria de lo que tienen (o han tenido) alrededor, igual que la guardan las hojas de los árboles. Benditas sean, por cierto, las hojas que caen de las ramas de los árboles que han escuchado o visto o sentido los dolores o los malos pensamientos que han dejado las impresiones de personas desgraciadas, porque se desprenden y renuevan cada año y así no almacenan tanta porquería en sus nervios. Las otras, en cambio, las que no se caen porque pertenecen a árboles de hoja perenne, están condenadas a revivir una y otra vez los sufrimientos que contemplan sin fin y sin descanso, como si ellas mismas estuvieran tan condenadas como las personas que las contaminan con sus penas.
  »Me pregunto si podría hacerse con los pensamientos lo mismo que se hace con las moléculas del agua: separar las partículas malas de las buenas».

martes, 19 de noviembre de 2013

Anoche soñé con Doris

Anoche soñé con Doris, que me animó y me dijo que no desistiera; y que no dejara a nadie en la estacada si creía que necesitaba ayuda, aunque corriera el riesgo de que se confundieran mis sentimientos y experiencias con los suyos. Cuando le dije si se refería a la mujer de la Carpeta roja se limitó a sonreír, y desapareció.   


«Le pregunto si se es diferente por el trato que se recibe, o se recibe un trato diferente porque se es diferente, al menos a los ojos que miran. Me pide de nuevo que le mencione alguna de esas situaciones que me han causado cierto dolor; suficiente, al menos, para llegar a esa conclusión. Al fin le digo que ignoro por qué, a tenor de las situaciones que me han sucedido a lo largo de mi vida, pero me viene a la mente un día que me vi discriminada o ninguneada o acaso sólo malinterpretada por mi madre, no sé si más o menos que otras veces, pero tengo la sensación de que esa fue la primera vez que lo sentí así, tan nítidamente. Le digo que hasta ese momento no había tenido constancia (ni conciencia) de serlo, pero ocurrió, le pedí a mi madre que me llevara un regalo de la ciudad a la que debía ir para solucionar unos asuntos cuando aún no habíamos trasladado allí nuestra residencia. Ella me preguntó qué quería, y yo le dije que no sabía, sólo “algo”, que es lo mismo que le había dicho mi hermano hacía un par de meses, cuando había hecho otro viaje en el que sí me llevó con ella y estando allí me dijo que teníamos que ir a comprar algo para mi hermano, que se lo había pedido. Recuerdo que le pregunté qué era lo que teníamos que comprarle, y ella se limitó a repetir lo que él le había dicho: “Algo”. Mi hermano fue muy vago e impreciso, pero a mí me pareció el colmo de la elocuencia y el ingenio. De ninguna manera manifestó preferencias por un objeto determinado, ni exigió que le fuese llevado un juguete concreto que quizá hubiese sido complicado de encontrar o ser muy caro, como ocurre con las peticiones infantiles cuando se hacen llevadas por los deseos puros y duros que tienen los niños. “Algo”, esa era la petición que mi madre recibió, y le gustó recibirla, lo evidenció el interés que demostró porque visitáramos el centro de la ciudad. Había jugueterías en el barrio de mis abuelos, una de ellas muy grande y muy bien surtida que me gustaba mucho cuando pegaba mi nariz al escaparate para escudriñar sus estanterías atestadas de toda clase de maravillas. Sin embargo, tomamos el autobús que nos llevaría al centro y consideramos aquella diligencia (yo la consideré así porque así la consideró ella) como algo preferente. Ella determinaba siempre las decisiones que había que solventar y las resolvía a su manera, como lo acometía todo y lo decidía todo, ya fuera la elección de una camisa (la que se pondría mi padre, por ejemplo, y no digamos nosotros, que íbamos siempre vestidos de pies a cabeza según su criterio y sin ninguna posibilidad de meter baza en nada que nos concerniera hasta bien mayorcitos, y aun siendo adultos lo ha seguido intentando) o cualquier asunto que mereciera ser decidido. Yo me limité a seguirla en aquella expedición en busca de “Algo”, sin ninguna posibilidad de evitarlo, como es lógico.
  »Él me pregunta si no me molestó en el fondo hacer aquella excursión en busca de “Algo” para mi hermano. Yo le digo que no, en absoluto. Me gustaba pasear por las calles del centro de la ciudad, aunque entonces no lo supiera. Yo era una niña de esa ciudad, que circunstancialmente se había criado en un pueblo muy muy lejano y muy muy diferente, pero siendo consciente siempre de a qué lugar pertenecía, así que me gustaba saber que estaba en el lugar que me correspondía y de ninguna manera podía sentirme a disgusto. Visitar a mis abuelos paternos cuando mis padres regresaban para pasar las vacaciones era siempre una confirmación de mis orígenes y una constatación de cuál era mi destino, algo que no podía definir entonces pero que estoy segura de que habría aprobado de haber sido consultada al respecto. Él insiste en preguntarme por esa especie de resquemor que cree notar en el relato de esta anécdota en apariencia sin importancia. Yo le digo que no hay ningún resquemor, en absoluto. ¿Entonces?, pregunta. Pues que cuando yo le pedí a mi madre que me llevara algo, que es lo mismo que le había pedido mi hermano, ella no celebró mi ocurrencia y ni siquiera la consideró, y además se enfadó muchísimo porque yo era una egoísta que a saber qué se creía, como si se pudiera pedir algo así porque sí, como si el dinero creciera en los árboles y sólo hubiera que ir arrancándolo de rama en rama como si fuesen brevas. No entendí nada, claro. Mi petición era una réplica exacta de la petición que le había hecho mi hermano, al que no sólo complació sino que lo hizo de mil amores. Sin embargo yo me había comportado con egoísmo e insolencia (en realidad creo que ella dijo “descaro”, pero no lo recuerdo muy bien) y no recibiría nada para castigar mi impertinencia, mientras que la recompensa a la petición de él había sido un mecano con montones de piezas de metal amarillas, azules y rojas, y una enorme caja con maderas de formas diversas para hacer construcciones que ambos disfrutamos muchísimo cuando por fin pudimos estar juntos, una vez nos trasladamos a nuestra casa de verdad, después de tantos años separados.
  »Él me pregunta si de verdad no quedó en mí ninguna clase de resquemor. Yo le digo que no, en absoluto. Le explico que mi resquemor siempre ha sido con los sentimientos que él despertaba en mi madre, mientras que yo casi sentía que molestaba, o al menos que no estaba a la altura de lo que de mí se esperaba. Muchas veces me pregunté si no sería porque a mi madre sólo le gustan los niños. Ella dice que detesta a las niñas, que son unas estúpidas y unas manipuladoras, además de malas. Los niños, en cambio, son mucho más nobles, así que me figuro que ella quería tener otro niño cuando aparecí yo y desmonté sus planes de tener una parejita perfecta de ángeles con sus alitas y todo». 

jueves, 14 de noviembre de 2013

¿Dante Alighieri? No, Dante Bonfim








Un día a la semana me encuentro con niños de una ikastola que se zambullen en la naturaleza para descubrir cuántas clases de vidas caben en la orilla del río y en el paseo que hay en la ladera del monte. Así, pertrechados de tarros de cristal y armados con palos para escarbar a su antojo, me los encuentro cuando regreso de mi paseo matinal con mi perro, un pastor alemán que siempre llama la atención de algunos de esos niños que me preguntan si pueden tocarlo, si muerde, si es bueno, si es viejo o joven y en fin, esas cosas que preguntan los niños.
  Otra cosa que me preguntan siempre es cómo se llama, y cuando respondo Dante, algunos me han preguntado qué es eso y otros no me han dicho nada y se han limitado a repetir Dante, Dante, para llamar su atención.
  Hoy, sin embargo, un chaval rubio que rondaría los nueve o diez años y parecía especialmente espabilado, se ha sonreído al oírme decir el nombre del perro, y yo me he sonreído también, cuando he adivinado que Dante no le sonaba a una cosa, sino al nombre de alguien importante. Para reafirmar mi satisfacción le he preguntado si sabía quién era Dante, y él me ha dicho: "Claro, es el jugador del Bayern".
  Naturalmente, el jugador del Bayern no es Dante Alighieri, sino Dante Bonfim.
   











viernes, 1 de noviembre de 2013

Al fin liberada



Me vestí de fiesta,
me engalané,
ensayé mi mejor sonrisa
y me fui al encuentro con el mañana
que me esperaba bajo la ventana.
El mañana me miró,
me habló con desprecio,
me dijo:ya soy ayer, ya pasé;
y desanduve mis pasos,
me despojé de atavíos
y al despertar,
liberada al fin de la risa
con que me acicalé para ti,
entendí que las galas no visten,
no favorecen,
las galas disfrazan y afean,
y hasta falsean,
esconden y extravían
los sueños y las miradas.