sábado, 18 de mayo de 2013

Especies en extinción

Como si alguien pudiera definir con suficiente hondura moral en qué consisten las rarezas, que quizá son peculiaridades que hacen de ciertas personas especies en extinción dignas de proteger o ahijar.

  "Me animo a preguntarle por mis rarezas, las que él vea y perciba. Si soy rara es normal que la gente me eluda. La gente rehuye de lo que es raro, salvo que alguien haya decidido que ciertas rarezas se conviertan por arte de birlibirloque en peculiaridades, cosa que ocurre cuando se habla de alguien muy popular o muy influyente o muy rico. Él dice que hay que ser como se es, sin pretender ser otra cosa de la que se sea. Yo le digo que no es fácil aceptar que mi soledad tendría remedio con una buena dosis de normalidad. Él dice que la normalidad no garantiza la felicidad. Pregunta, además, qué es eso de la normalidad, si es que existe y puede determinarse.
  'Es muy duro ver la confortable cotidianeidad de los otros desde la distancia. Parece que los otros se instalan en la normalidad sin estridencias. Los seres humanos somos sociables por naturaleza. Yo, en cambio, le digo, hablo sola, incluso cuando voy por la calle. Él dice que no es malo hablar solo, salvo que no exista la consciencia de que está haciéndose. Le digo que quisiera estar dentro de grupos de gente, pero cuando circunstancialmente me he visto dentro me siento triste irremediablemente. Él dice que la realidad se parece poco al ideal que se tiene de cómo han de ser las cosas.
  'Le cuento que cuando será pequeña me costaba mucho estar con otras niñas; yo no les gustaba. Él dice que seguramente ellas tampoco me gustaban a mí. Le digo que no es normal no hacer lo que hacen las personas normales. Él dice que es discutible eso de la normalidad de las personas. Me doy perfecta cuenta de mi obsesión con la normalidad, pero es que creo que hay que ser muy excepcional para no desear lo que tienen todas las personas, que son las cosas normales que proporcionan las vidas normales. Quizá las personas mienten mucho o fingen que son lo que no son o que no son lo que parecen ser, pero también disfrutan mucho (lo parece, al menos) cuando van de compras o acuden a locales de diversión. Le digo que uno contempla ciertos comportamientos y cuesta creer que no extraigan alguna satisfacción de sus actividades, aunque sea ocasionalmente. Él dice que yo obtengo la satisfacción de otras formas. ¿Ah, sí? ¿Lo que yo obtengo de la vida son satisfacciones? Hasta donde me alcanza el recuerdo, casi siempre hay sufrimiento. Casi nada de lo que hago me produce satisfacciones. Él dice que cuando escribo soy feliz, que le he dicho que así disfruto. Sí, tiene razón, pero escribir requiere un estado de ánimo, y hace mucho tiempo que se me ha perdido ese estado de ánimo; algunas veces parece regresar un momento, es cierto, pero súbitamente desaparece como por ensalmo, como una sombra burlona que quisiera esconderse de mí. Cada vez estoy más en el mundo de los mortales (volvemos a la normalidad de las personas), un lugar hostil en el que no me sé desenvolver bien. Ya casi no tengo la posibilidad de regresar al mundo que me es propio, que es en realidad el mundo de los elegidos (¡qué presunción, por Dios, lo sé, pero así lo siento y así me siento cuando todo marcha bien!). Él dice que hay que darle tiempo al tiempo y esperar. Vale, digo, pero cada vez me cuesta más esperar. Quisiera ocupar ya el lugar que me corresponde, que no sé cuál es exactamente, pero sí sé que no es el que ocupo en la actualidad, en un mundo que me es ajeno y adverso, rodeada de personas que igualmente me son adversas, hostiles o sólo indiferentes, y no sé qué es peor, la hostilidad manifiesta o la indiferencia. De la hostilidad puede uno defenderse, de la indiferencia no, porque no puede obligarse a nadie a que le preste atención. Por eso hablo de mi mundo y lo sitúo en un plano elevado, ligeramente aislado del mundo que hay a ras de suelo, en el que no hay apenas personas que me sean afines o gratas, o solamente que se dignen a entenderme con todas mis rarezas o peculiaridades, y que no me juzguen porque no soy como el común de los mortales.       
  'Temo cada pensamiento que me acerca a lo que no quiero ser. Él dice que tener pensamientos y deseos es muy normal. Yo le digo que mis pensamientos son retorcidos. Vuelvo a mis deseos de que alguien muera. Él dice que las fantasías son lógicas. Yo le digo que no me gusta tener ciertas fantasías. Él dice que las fantasías y los deseos no son un problema, siempre y cuando se queden en eso: fantasías y pensamientos. Le pregunto si no es una barbaridad desear ciertas cosas terribles o macabras y me dice que no, que la barbaridad sería pretender la realización de las fantasías. Yo insisto, porque el deseo de que algo irremediable se realice me pone los pelos de punta. Entonces me habla de la moralidad, que es, a su juicio, lo que determina los hechos de las personas. Yo le digo que la moralidad de una persona ya es discutible sólo con que aparezca en esa persona algún deseo avieso o retorcido. Él dice que lo único malo de los deseos es que hagan daño mientras se imaginan. Yo le digo que imaginar ciertos deseos me hace daño. Me hace daño suponer que tengo el corazón herido o trastornado o ambas cosas al tiempo. Él me dice que es mejor evitar esos pensamientos, porque si me hacen daño entonces sí son perjudiciales, pero para mí misma. Yo le digo que si tengo esos deseos es porque tengo necesidad de ser libre. Le digo que quiero que desaparezca la persona que me impide mostrarme como soy y me empequeñece hasta el punto de evitarme hacer cosas que me gustaría hacer, y mostrar sentimientos y emociones que me gustaría mostrar y casi nunca he podido, avergonzada de antemano como estoy por su opinión, siempre desfavorable, que me cohíbe".