martes, 31 de mayo de 2011

La magia de El Camino

La magia es el arte de realizar cosas maravillosas en contra de las leyes naturales por medio de ciertos actos o con la intervención de espíritus. También es el encanto o atractivo particular de alguna cosa que parece fuera de la realidad o hace olvidarse de ella. La magia es más cosas, pero voy a quedarme con estas dos acepciones porque son las que mejor encajan con el sentimiento inexplicable que envuelve a las personas que realizan El Camino de Santiago, algo tan sencillo como caminar solo o en compañía de otros en condiciones a ratos difíciles y a ratos más difíciles todavía: hundiéndose en el fango o empapándose de lluvia; asfixiándose de calor o helándose de frío. Un sufrimiento inútil, si bien se mira (desde fuera). Un sufrimiento además baldío, si se mira mejor. Pero por alguna razón los tramos de ese camino que se transita a pecho descubierto van haciendo mella en el alma de las personas que se empapan de algo más que de lluvia. ¿De qué? Pues no lo sé, nadie lo sabe, sólo puede sentirse, y se siente tanto y es tan intenso lo que se siente que sólo puede tratarse de magia.
Estando en las condiciones más extremas, con las fuerzas gastadas y el corazón agotado, hay un sentimiento inexplicable que impele a seguir caminando como si fuera a llegarse a alguna parte que estuviera más allá de la Catedral de Santiago. Y se llega, ya lo creo que se llega. Se llega al interior de uno mismo, que a cada paso va descubriéndose poseedor de emociones nuevas, sentimientos desconocidos hasta entonces, resistencias desconocidas que acaban vencidas.
Pero la magia va un poco más allá, porque no sólo se siente en las etapas de El Camino, no sólo dura mientras dura la fatigosa marcha: se prende a la garganta como un nudo invisible y ahí se queda ¿para siempre?
Porque sólo un componente mágico puede mantener unidas a un puñado de personas que no se conocían de nada y han acabado sintiendo que forman parte de una comunidad, también cuando al terminar el empeño regresan a sus vidas cotidianas, pero siempre con una parte de su pensamiento enganchado a esa particular congregación que han formado.
¿Por eso se acaba volviendo? ¿Es por la magia?

lunes, 23 de mayo de 2011

Desconcierto

Cada vez entiendo menos y sé menos de casi todo, por eso me manifiesto cada vez menos en lugares públicos. Cuando se produce un acontecimiento de características extraordinarias me pasmo al escuchar de inmediato a casi todo el mundo opinando y sentenciando al respeto, mientras yo rumio ad nauseam si está bien o mal o regular lo que acaba de ocurrir. Así, para cuando me he hecho una opinión somera, aunque siempre discutible, porque no sé nunca si he meditado suficiente o no; si he respetado o no todos los principios y consecuencias de la tal decisión, resulta que otro acontecimiento de características tan extraordinarias como el anterior ha ocurrido y me ha pillado igualmente con el pie cambiado y en la recta final de mi larga digestión.


Por no hablar de la sensibilidad de las personas que leen o escuchan lo que les da la gana cuando se opina de cualquier cosa, y se ofenden con una facilidad pasmosa, sin que sea posible hacerles ver que se pueden tener opiniones dispares sin que por ello se ofenda a quienes las tienen diferentes.


¡Ah! Y ni hablar de hacer visible una molestia por algo que se haya dicho con evidente falta de conocimiento o educación, o se trate de encauzar una opinión sin sentido o falta de lógica, porque entonces es posible verse enzarzado en una discusión interminable que no solo no conduzca a nada bueno, sino que además acabe por derivar en algo dañino que sólo perjudicará al más elevado de pensamiento y por tanto más sensible de los contendientes en la discusión, en tanto las mentes más cerriles son las menos delicadas y por tanto las más entrenadas para las luchas que se dirimen a ras de suelo, esto es, en el barro.


¿Es posible que el mundo sea tan sencillo y sin embargo tan complicado de entender? Pues sí, si así lo parece. Por eso cada vez me expongo menos a las opiniones ajenas, a no ser que lo que tenga que decir tenga que decírmelo a mí fundamentalmente, no sea que alguien se ofenda y me llene el receptor de mensajes de opiniones que no siempre entiendo y de los que generalmente no me sé defender.