lunes, 17 de enero de 2011

El reloj

Me senté bajo el mandarino a esperar la Muerte, pero la Muerte no acudió a la cita. Es una lástima, con lo bien preparada que estaba: recién duchada, con el pelo limpio y el mejor de mis relojes puesto. Había gente plantando un limonero en el jardín de al lado y un grupo de jóvenes alborotaban en la terraza del bar más cercano. Los pájaros estaban felices con el día primaveral que les había salido en pleno mes de enero, sin una pizca de viento que pudiera entorpecer sus apacibles vuelos. Mi mente estaba despejada y mi corazón limpio y gozoso. Seguro que estas y otras razones parecidas hacían que mi rostro estuviera sonriente, por tanto la muerte no me hubiera encontrado crispada o desesperada, así que hubiera resultado un bonito cadáver, como lo son todos a quienes aman los dioses. Ni siquiera había estado atenta a las noticias de la radio o leído todavía el periódico, sólo escuchado música, pero esa clase de música que tengo grabada aleatoria y caóticamente en un almacenador de ésos que la van soltando sin pausa, una canción detrás de otra, con la seguridad de que los primeros compases me traerán la letras sabidas que yo cantaré automáticamente en voz alta como me gusta hacer cuando no tengo preocupaciones inminentes.



Era un buen día, sí, porque con el alma tan henchida de felicidad no hubiera tenido dificultades en franquear las puertas del Paraíso, que dicen que es un lugar más aburrido que el Infierno, pero yo lo prefiero, segura de que allí habrá más tranquilidad, no tanto ajetreo como sin duda habrá en ese lugar destinado a los más díscolos... Ay! olvidé que el Infierno ya no existe. ¿Y el Cielo? ¿Existirá el Cielo? Bueno, es igual. En realidad lo más importante de todo era que llevaba puesto el mejor de mis relojes.



A mí lo del reloj me parece muy importante. Me gustan mucho los relojes. No tanto porque deban ser excesivamente caros o indebidamente lujosos como porque sean sólidos y de una calidad razonable; no necesariamente con adornos desmedidos; sólo deben ser fiables y con apariencia de consistencia y arraigo. Me acostumbré a los buenos relojes cuando me padre me regaló el primero siendo una niña demasiado pequeña para llevar aquella pieza extraordinaria para mis pocos años, con la esfera ligeramente ovalada de color gris, de una marca suiza que desde entonces se convirtió en una de mis favoritas. Desgraciadamente duró poco aquel reloj que muy pronto sufrió una pedrada y a partir de ahí empezó a peregrinar por talleres de relojeros que no sabían cómo tratarlo, hasta que murió y aún así lo conservé guardado en un cajón donde estuvo mucho tiempo, también después de que me marchara de casa para buscarme la vida.



Por eso estaba satisfecha pensando que si la Muerte me hubiera llegado en ese estado de beatitud y tranquilidad, además me hubiera encontrado preparada: con el mejor de mis relojes puesto, así podría quedárselo alguno de mis familiares más cercanos, supongo que mi hijo, que es algo que suele hacerse con los relojes de las personas, que se regalan a los deudos más próximos al muerto, como si ese objeto fuera lo más auténtico y certero que puede legar alguien que fallece a quien le sucede. Quizá es un símbolo adaptado de alguna película; quizá lo he leído en alguna novela; quizá sólo se trata del recuerdo que tengo del día que mi abuela le regaló a mi hermano el reloj de mi abuelo, un reloj de bolsillo que mis padres le habían regalado unos años atrás; se lo trajeron del mismo lugar del que trajeron el mío, aquel primero e inadecuado que ya no existe físicamente, pero que en mi memoria es imborrable.



La realidad es que no quiero que me pase como a mi padre, que murió en la calle, solo, sin que nadie lo esperara, llevando puesto un reloj muy barato, de una calidad ínfima, con los dorados de la esfera descoloridos, sin nada que mereciera la pena en él, salvo el escudo del Athletic que tiene justo donde se juntan las saetas, donde ni más arriba ni más abajo hay una triste marca, por desconocida o falsa que sea, que mitigue la pena que siento cuando lo recuerdo, y sobre todo me consuele de escuchar a mi madre mientras se lo tendía a mi hijo para que lo conservara: "No es bueno, pero es lo que llevaba puesto". Claro, no tenía otro. Pero no siempre fue así. En otro tiempo llevaba buenos relojes y regalaba buenos relojes. Para él era importante poseer un objeto perdurable y consistente, como si creyera que la durabilidad y consistencia de un reloj simbolizara el arraigo inquebrantable, la permanencia en el recuerdo.



Cómo no me di cuenta de la clase de reloj que llevaba, tan modesto, cuando estuvimos juntos por última vez, durante las Navidades que precedieron al fin de año que resultó ser el de su muerte. Cómo no se me ocurrió mirarlo mejor, por dentro y por fuera; por dentro para ver que estaba dejándose morir porque ya no parecía querer vivir (le pesaba la vida, sí, y eso sí lo vi, pero no lo interpreté adecuadamente), y por fuera para ver que ni siquiera los símbolos de lo que para él merecían la pena lo acompañaban ya.



Fue una lástima, sí, que la Muerte no acudiera a la cita. Quién sabe cuándo acudirá a mi encuentro, y si cuando lo haga me halla con el mejor de mis relojes puesto. Pero quizá ocurra algo aún mejor: que el reloj que lleve en esa ocasión sea uno muy especial que también me regaló mi padre, éste siendo ya adulta, y tiene más valor porque le había pertenecido y me lo había dado y por tanto renunciado a él porque sabía lo mucho que me gustaba. Así mi hijo podrá tener un objeto que representa mejor que cualquier otro el arraigo y la pertenencia a un lugar, a una familia, a un recuerdo.